Martín Prieto

La ley de Lynch

El linchamiento ha servido para casi cualquier cosa desde que en el siglo XVIII recibiera su nombre de un juez virginiano, pero su práctica se popularizó en los territorios del Oeste sobre los cuatreros. Tuvo alguna lógica cuando el caballo suponía la diferencia entre la vida y la muerte y su robo se penaba con la horca sin juicio. Los caballos valían más que los hombres. Por muchos que sean los indicios ni los jueces ni la Agencia Tributaria saben si Rodrigo Rato ha cometido los delitos que se le reprochan porque no empuña la pistola humeante, no hay flagrancia, y las sentencias son exclusivas de los tribunales. Los medios de comunicación no han acosado a Rato y han cumplido, preavisados, con su obligación dada la relevancia de un vicepresidente económico y director gerente del FMI, pero la Policía ha actuado como en el viejo Oeste. No se trataba de detener a Rodrigo Rato, controlar la resistencia de un hombre de 66 años o evitar su inverosímil fuga, sino de garantizar su presencia en los registros de su domicilio y su despacho tal como ordena la Ley.

Demasiados policías para llamar al timbre e innecesario el gesto de cubrirle el occipucio a Rato como si fuera a autolesionarse con la puerta del coche y denunciar brutalidad policial. Debería saberse quién fue el jefe de pista de este circo, por el caso que nos ocupa y por el de quien pesca en ruin barca, porque no se deben montar estos operativos sin que medie peligro cierto de violencia. Rato es una incógnita judicial pero ya ha padecido la ley de Lynch, de la que se libran, como ha de ser, el clan Pujol o Miguel Blesa. Por lo demás, la corrupción es de fondo, moral, no unipartidaria o unipersonal y de larga data. No bastarán los juzgados para erradicarla. Cervantes, Fénix de los ingenios, fue recaudador de tributos y penó en cárcel por robar dinero público.