Julián Redondo
La mano de Oblak
Alzaba los brazos Simeone; exigía el apoyo del público del Vicente Calderón, lo imploraba porque lo que veía no le agradaba. El Real Madrid se merendaba al Atlético. Mandzukic hacía más faltas que remates –cuatro en los primeros nueve minutos–, su equipo regañaba con el balón, le duraba un pestañeo, y el eterno rival le invadía, le barría, le superaba, como si anunciase el principio del fin de una racha. A lo lejos, Casillas miraba, como un espectador más, sin posibilidad de intervenir, mientras Oblak justificaba los 16 millones que pagaron por él. Prodigioso cuando frente a Bale alargó la mano y despejó lo que podía haber sido el 0-1. En tres ocasiones más antes de que llegara el descanso arruinó las ambiciones blancas. Moyá es un buen portero, Oblak hace milagros. Y Mandzukic, un personaje novelesco, un delantero que se pega con todo lo que se mueve y a quien le cuesta cobrar una falta. Un codazo de Sergio Ramos le partió la ceja y, pese a la escandalosa brecha que no paraba de sangrar, ni fue penalti ni tarjeta. Y se calentó, más todavía, y le amonestó el árbitro, para bajarle los humos. Pero Simeone no le cambió, le mantuvo a riesgo de que le expulsaran porque había conseguido alterar el curso del partido. Al Madrid le pesó el esfuerzo realizado en el primer tiempo y el Atlético se convenció de que jugaba en casa. Encontró una vía de penetración por la banda de Juanfran y rozó el triunfo. La suerte no está echada.
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