Cristina López Schlichting

La monja enana

Fellini tiene una escena en la genial película «Amarcord» en la que un loco desesperado grita desde un árbol: «¡Voglio una donna!... ¡Voglio una donna!» (¡Quiero una mujer!) La familia y el alcalde asisten impotentes a la escena. Por fin, llega una monja enana, se sube a una escalera y rápidamente baja al loco, con una autoridad de madraza furibunda. Un escandinavo o un centroeuropeo no entienden qué hace la religiosa en la escena, pero Fellini es italiano y, como tal, identificaba en la monja un personaje indispensable del peculiar reparto mediterráneo. Pues lo mismo pasa en España.

Las raíces de este país son tan católicas, que hasta los anticlericales necesitan una monja para aderezar sus saraos. No hay escándalo de postín sin un sacristán, deán, cura o monja. Ese fue el amargo destino de la difunta sor María. Nadie discute la barbaridad de robarle los hijos a una madre –que es lo que denuncian las madres Purificación Betegón y Mari Cruz Rodrigo– pero la función de sor María no fue la de una delincuente común: representaba a la Iglesia como bruja de un auto de fe españolísimo en el que se quemaban curas, obispos, papas y católicos. Hay médicos acusados del mismo delito que la monja... pero no salen en la tele. Dicen que las responsabilidades jurídicas no se extinguen con la muerte de la religiosa. Tal vez, pero el espectáculo mediático ha terminado, ya lo verán. Al saber que sor María ha fallecido he pensado: «Os habéis quedado sin sambenito».