Elecciones en Estados Unidos
La primaria invisible
Ya hay un montón de candidatos, pero sólo se habla de dos. El multimillonario Donald Trump entre los republicanos y Hillary entre los demócratas. Ambos están envueltos en sorpresa. El primero por lo bien que le va popularmente, a pesar de sus peculiaridades personales; la segunda por lo mal que le está yendo, a pesar de sus grandes activos políticos.
Con sus correspondientes polémicas, el proceso electoral está en plena marcha, a pesar de que hasta enero no empiezan las primarias y hasta noviembre del 16 las auténticas elecciones. En realidad las presidenciales arrancan nada más acabar las intermedias, en cuanto los nuevos congresistas nacionales y estatales, gobernadores, concejales y alcaldes toman posesión, en enero, en este caso, de este año, y se van acelerando de mes en mes. Todo el que ambiciona el puesto inicia su intento de atraer la atención. El debate entre diez y ocho aspirantes republicanos a la candidatura de su partido, el pasado seís de agosto, puede considerarse el pistoletazo de salida de las llamadas primarias invisibles o prepimarias en Estados Unidos. Fue un éxito colosal y un triunfo para la cadena de noticias Fox, la rival conservadora de la CNN. Batieron, por enorme margen, todos los récords históricos de audiencia de programas de su género. Fueron dos, en realidad. Pero incluso el primero, con los ocho peor situados en las encuestas de opinión, superó todo lo precedente. El formato resultó un gran acierto, por más que sea problemático llamarle a eso debate. Los moderadores hacían preguntas personales, y rara vez algunos de los participantes se enzarzaron entre sí.
La clave es que las preguntas fueron incisivas e incómodas, lo que el público quería saber de cada pretendiente, sus puntos oscuros o débiles. Comentaristas de izquierdas confesaron asombrados que ellos no hubieran podido hacerlo, por las acusaciones de sectarismo que les hubiesen caído encima. La realidad es que todavía mucho menos lo han hecho jamás con los suyos, aunque ahora el desafío ya está lanzado.
Trump venía ya, sorprendentemente, en cabeza, y en las encuestas de opinión sigue doblando, con un 22%, al segundo, que ahora es Jeb Bush, ex gobernador de Florida y hermano e hijo de presidentes. El gran empresario es atípico y pintoresco, tanto por sus opiniones como por sus actitudes. Sin duda ha sido uno de los factores del éxito de audiencia, pero no es la menor de las singularidades del momento americano que ningún analista político se lo tome en serio. Nadie cree a estas alturas que el país pueda llegar a tener un presidente así. Por buscar una analogía española, podríamos compararlo con Jesús Gil. Las adhesiones que suscita se convierten en otros muchos en manifiesto rechazo, desde luego entre los líderes del partido, que oscilan entre el sarcasmo y el horror. El personaje amenaza con presentarse en un nuevo partido –de nuevo nuestro GIL,que por pocos votos que le robase a los republicanos podría acarrearles un veradero desastre. De nuevo las reacciones se mueven entre la festiva incredulidad y el espanto.
El bando demócrata parecía tenerlo claro: la señora Clinton y algunos insensatos que no servían más que para dar impresión de pluralismo. Con ella los demócratas se sentían seguros y podrían revalidar la mayoría natural con la que en principio cuentan de manera permanente desde hace muchos años, a pesar de que en las últimas intermedias la perdieron en ambas cámaras y su hombre en la Casa Blanca hace meses que tiene moderados saldos negativos en las encuestas, en el balance aprobación/rechazo. Pero Hillary Clinton ha explotado por dentro. Tan compulsivamente tramposa como su marido, su práctica, como secretaria de Estado, de privatizar sus comunicaciones oficiales por correo electrónico y ocultarlo obstinadamente es un delito federal que recuerda a los americanos los desmanes cometidos por Richard Nixon. Si, como es probable, tiene que enfrentarse a la Justicia, está acabada. Y los demócratas, huérfanos.
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