José Clemente
La salida del túnel
Nadie se preocupó de la peste porcina mientras el cerdo engordaba, como nadie creyó en el «boom» inmobiliario mientras los pisos se vendían como rosquillas, al doble o el triple de su precio real, y las urbanizaciones y los «resorts» crecían como hongos. Nadie pensó en el riesgo, ni cuando se escucharon las primeras voces críticas con el modelo de crecimiento, porque eran atribuidas a militantes negativistas, opositores a todo aquello que procuraba riqueza y bienestar social a miles y miles de ciudadanos. A tal extremo llegó la locura con el desarrollo del ladrillo que varias generaciones echaron su vida a rodar por el dinero fácil, el sueldo a fin de mes y la vida sin complicaciones, jóvenes que ahora se ven obligados a retornar a las aulas que abandonaron sin miedo alguno ante la llamada del «Nuevo Dorado», que resultó ser pirita. Nadie, tampoco, intuyó el riesgo que suponía apostarlo todo por ese sector en desarrollo, por temor a las críticas que le podían caer de todas partes, porque se sumaron a la lista de los que vieron el momento de hacer negocio fácil y rápido, o, sencillamente, porque no quisieron dejar pasar una oportunidad de la que arrepentirse el día de mañana. Por cualquiera de esas razones o por todas ellas a la vez, el «boom» inmobiliario se instaló entre nosotros y lo cambió todo: nuestra vida, nuestros valores, nuestros amigos, nuestras preocupaciones y hasta nuestros vecinos. Había que subirse al tren del desarrollo porque eso de la «burbuja» era un invento de cuatro antisistemas que lo único que buscaban era llevar la contraria por la contraria, porque cómo iba a haber una «burbuja inmobiliaria» si todo lo que se construía te lo quitaban de las manos en cuestión de horas, incluso, sin haber puesto un solo ladrillo, es decir, sobre el mismo proyecto de obra.
¿Y el dinero?... ¿La financiación?... ¿Los avales?... ¿De todo eso qué? Pues nada. Se va al Banco o a la Caja de Ahorros y se solicita el crédito necesario para formalizar la compra y ya está. Así de fácil, porque además en el Banco o la Caja correspondientes te prestaban hasta el dinero para formalizar las escrituras y, si eras buen cliente, hasta te concedían otro crédito menor para los muebles, la tele de plasma y la financiación de un coche nuevo. El grifo del dinero estaba abierto y no se cerraba de noche, por eso corría bravamente en metrópolis y descampados. Las cuentas públicas y privadas empezaron entonces a notar la presión del vencimiento de pago y, como única salida para cumplir con los mismos, se pidió más dinero a quienes lo tenían y estaban dispuestos a redondear sus negocios, bien por la vía de la especulación pura y dura o por la del préstamo con elevados intereses y fecha de caducidad. Entonces descubrimos que habíamos estado viviendo por encima, muy por encima de nuestras posibilidades reales, pero al mal ya estaba hecho y septenio de vacas flacas se instaló entre nosotros, entre todos sin excepción, del pequeño ahorrador al gran prestamista. Habíamos alimentado una bestia que ahora se volvía contra la mano que le daba de comer. Y en eso andaba todo el mundo occidental. Primero, Estados Unidos y, poco después, Gran Bretaña, que tuvieron que aplicar muy serios y duros ajustes para salir del atolladero. Después, Europa entera, pero muy especialmente Grecia, Irlanda, Portugal y España, cuya respectiva bola de nieve creció hasta asfixiar la economía real, no la del cuento de la lechera, que fue la primera en desaparecer. Y como en el viejo continente todo está entrelazado, la crisis no dejó indemnes a italianos y franceses, y antes, a los alemanes, holandeses o belgas, algunos de ellos a día de hoy en situación similar a la nuestra.
Eso es lo que pasó y lo que queremos dejar atrás como un mal sueño, como una terrorífica pesadilla. No vale ahora señalar con el dedo acusador, como hace el PSOE, a los posibles culpables del desaguisado general, porque entre ellos están los banqueros, que se metieron en camisa de once varas; los constructores, que como «El Pocero» llegaron a creerse que los secarrales eran fondos de inversión; los «yupis» devenidos en «brokers», que amasaron verdaderas fortunas hundiendo a otras; las agencias de calificación, que en vez de cumplir con su noble misión evaluadora rapiñaron todo lo que pudieron y más; los ciudadanos en general, que creímos en lo increíble, que no era otra cosa que podíamos vivir por encima de nuestras posibilidades, y, por supuesto el PSOE, en cuyo último periodo de gobernación España logró construir más vivienda que en los cincuenta años anteriores, pasando de un volumen de créditos concedidos en 2003, meses antes de que Zapatero llegara al poder, de 19.035 millones de euros, a los 50.912 cinco años después, lo que ha dejado una deuda a las empresas y familias murcianas de más de 46.000 millones de euros, es decir el equivalente a 12 presupuestos anuales de la Región de Murcia que aún están por pagar. Ahora es muy fácil ponerse tras la pancarta, culpar a los Bancos, acusar al PP, pero habría que preguntarles por quienes propiciaron semejante desastre y cuántos de ellos han pagado con cárcel su mala gestión. Hubo «boom» del ladrillo porque el Gobierno de Zapatero y Rubalcaba lo permitieron entre 2004 y 2011, y ahora toca resolver la situación creada no sólo en los Bancos, sino también con las personas, de las que hay seis millones en el paro.
Ahora el nuevo Gobierno hace lo que puede a base de continuas reformas, como antes lo hicieron los americanos, los ingleses, los alemanes o los franceses. Y en todos ellos han funcionado los duros ajustes, el retorno a las apreturas, el poner los pies en la tierra. No valen las huelgas generales, ni las manifestaciones partidistas, ni el arrojar la toalla. Rajoy aguantó lo que pudo antes de pedir el rescate bancario, en cuya navegación quiso embarcar a España con Italia y, a ser posible, Francia, pero estábamos exhaustos. Por eso es una buena noticia que en los próximos 15 días esas ayudas lleguen a los Bancos (Bankia, NovaGalicia, Catalunya Banc y Banco de Valencia) que, a su vez absorbieron cajas ya nacionalizadas o intervenidas. Serán 37.000 millones de euros más otros tres mil para el «banco malo», de modo que el ladrillo, origen de todas nuestras desgracias, quede controlado y se pueda vender en unos años. A las entidades que ahora reciben esos fondos se les condiciona a no volver al ladrillo nunca jamás, a devolver lo que puedan para rebajar la factura pública y, al igual que todos los españoles, a aplicar ajustes en su nuevo organigrama, lo que supondrá severos recortes en personal, oficinas y capacidad de movimiento, pues se deshacen de la cartera industrial y permanecerán bajo vigilancia de la UE hasta su completo saneamiento. Con ello se persigue que la economía se mueva, pues los Bancos obtendrán beneficios si conceden más créditos a emprendedores, autónomos, pequeños y medianos empresarios. Y el Gobierno deberá velar para que todo eso se cumpla, el dinero fluya y se acabe el oscuro túnel en el que estamos ya cinco años. En caso contrario, que Dios y la ley se lo demanden.
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