Cristina López Schlichting

La soledad de Gala

La Razón
La RazónLa Razón

Un cadáver con la mano tendida en el vacío, eso es hoy Elena Ivanovna Diakonova, enterrada en el castillo de Púbol, que Dalí compró para ella. Gala –como se la apodó desde la juventud– pasó más de 50 años junto a Salvador. Éste tenía 25 cuando la conoció y se enamoró hasta los tuétanos. Ella, once años mayor, estaba casada con Paul Eluard y abandonó al poeta y a su propia hija, Cécile, para no separarse más del español. Dalí y Gala acariciaron primero la idea de hacerse enterrar en el cementerio de Cadaqués, muy cerca de su adorada casa de Portlligat. Sin embargo, poco antes del fallecimiento de su esposa, el pintor decidió darle sepultura en su castillo de Púbol. Para ese fin encargó una tumba que tenía la particularidad de poder albergar dos cuerpos en horizontal, sin separaciones, y expresó su deseo de yacer junto a ella, con la mano de uno en la de otro. Tanto se deprimió Salvador Dalí a la muerte de su amada que dejó de comer, e incluso llegó a decirse que había provocado deliberadamente un incendio que le causó quemaduras. Finalmente, se retiró a Figueras, donde había construido su museo surrealista. Allí terminó sus días, enfermo de párkinson y muy deteriorado. Pocas cosas más tristes que su enterramiento, que he visitado esta Semana Santa. Deambulando por el museo, y en mitad de una de las salas de exhibición, se descubre un nicho que reza: «Salvador Dalí, Marqués de Dalí de Púbol». Es tan desconcertante el sitio que el visitante duda de que se trate realmente de la tumba y piensa más bien en una de las travesuras surrealistas del genio. Es imposible recogerse allí, o dedicar un rato de silencio. Es como estar enterrado en una estación de tren, o en un restaurante. Lejos de él, en Púbol, yace la amada con la mano hacia el vacío. Los últimos años de Dalí no fueron exultantes. Rodeado de una corte que lo manejaba a su antojo, llegó a firmar cientos de falsificaciones de su propia obra, lo que ha devaluado mucho sus creaciones últimas. Ignoro si estas personas influyeron o no en la decisión de enterrarlo en el museo, pero es indigno. El autor de la «Crucifixión» (Corpus Hypercubus) fue un católico ferviente –cada vez más a lo largo de su vida– y amó a Gala como nadie (se casó en 1958 por la Iglesia) ¿Qué sentido tiene que reposen tan lejos uno de otro y que a nadie se le haya ocurrido abrir un concurso de escultura para proporcionarles un túmulo digno de su significación para la historia? La única razón es el controvertido testimonio del alcalde de Figueras, el convergente Marià Lorca, que afirmó haberle escuchado esa última voluntad «en secreto y sin testigos» 52 días antes de morir. Imposible creer que Dalí estuviese lúcido en ese momento. La actual separación del pintor y su musa es monstruosa.

Un cadáver con la mano tendida en el vacío, eso es hoy Elena Ivanovna Diakonova, enterrada en el castillo de Púbol, que Dalí compró para ella. Gala –como se la apodó desde la juventud– pasó más de 50 años junto a Salvador. Éste tenía 25 cuando la conoció y se enamoró hasta los tuétanos. Ella, once años mayor, estaba casada con Paul Eluard y abandonó al poeta y a su propia hija, Cécile, para no separarse más del español. Dalí y Gala acariciaron primero la idea de hacerse enterrar en el cementerio de Cadaqués, muy cerca de su adorada casa de Portlligat. Sin embargo, poco antes del fallecimiento de su esposa, el pintor decidió darle sepultura en su castillo de Púbol. Para ese fin encargó una tumba que tenía la particularidad de poder albergar dos cuerpos en horizontal, sin separaciones, y expresó su deseo de yacer junto a ella, con la mano de uno en la de otro. Tanto se deprimió Salvador Dalí a la muerte de su amada que dejó de comer, e incluso llegó a decirse que había provocado deliberadamente un incendio que le causó quemaduras. Finalmente, se retiró a Figueras, donde había construido su museo surrealista. Allí terminó sus días, enfermo de párkinson y muy deteriorado. Pocas cosas más tristes que su enterramiento, que he visitado esta Semana Santa. Deambulando por el museo, y en mitad de una de las salas de exhibición, se descubre un nicho que reza: «Salvador Dalí, Marqués de Dalí de Púbol». Es tan desconcertante el sitio que el visitante duda de que se trate realmente de la tumba y piensa más bien en una de las travesuras surrealistas del genio. Es imposible recogerse allí, o dedicar un rato de silencio. Es como estar enterrado en una estación de tren, o en un restaurante. Lejos de él, en Púbol, yace la amada con la mano hacia el vacío. Los últimos años de Dalí no fueron exultantes. Rodeado de una corte que lo manejaba a su antojo, llegó a firmar cientos de falsificaciones de su propia obra, lo que ha devaluado mucho sus creaciones últimas. Ignoro si estas personas influyeron o no en la decisión de enterrarlo en el museo, pero es indigno. El autor de la «Crucifixión» (Corpus Hypercubus) fue un católico ferviente –cada vez más a lo largo de su vida– y amó a Gala como nadie (se casó en 1958 por la Iglesia) ¿Qué sentido tiene que reposen tan lejos uno de otro y que a nadie se le haya ocurrido abrir un concurso de escultura para proporcionarles un túmulo digno de su significación para la historia? La única razón es el controvertido testimonio del alcalde de Figueras, el convergente Marià Lorca, que afirmó haberle escuchado esa última voluntad «en secreto y sin testigos» 52 días antes de morir. Imposible creer que Dalí estuviese lúcido en ese momento. La actual separación del pintor y su musa es monstruosa.