José Luis Alvite
La vejez y las ruinas
Sé por experiencia que se puede encontrar felicidad en los malos momentos y que a veces alguien que consigue sus objetivos no lo hace por el placer de alcanzar la meta, sino porque el éxito es su manera de huir. Me lo dijo de madrugada hace tiempo en el Savoy un antiguo combatiente de la II Guerra Mundial: «Viví meses terribles en Europa, momentos de incertidumbre, días de pánico en los que era sangre la mitad del rancho que comían los soldados. Aquel miedo tan tenaz me hizo dudar de mis creencias y me jodió la letra. A un muchacho de Wisconsin le estalló una granada entre las manos y para reconstruir el cadáver hubo que raspar las facciones de su cara en el rostro de otro hombre. La fruta nacía en las bocas de los cerdos y nos parecía que no habría tierra bastante para tantos muertos. Sí que fue duro aquello, muchacho, pero, ¿sabes qué te digo?, lo peor vino después, cuando acabó la guerra y al volver a casa nos ladraron nuestros perros. Es entonces cuando un hombre mira a su alrededor y se dice a sí mismo que la guerra no estaría mal del todo si no fuese porque sus conquistas morales suele malograrlas la paz». Ni siquiera en aquel momento me pareció que la suya fuese una opinión pintoresca. Uno mira a su alrededor, analiza las consecuencias de la guerra y se da cuenta de que la paz es el tiempo que el ser humano tarde en comprender que quienes de verdad merecen el silencio, el perdón y la tregua son los muertos, los muchachos como el anónimo soldado de Wisconsin que sucumbió en aquella Europa en la que fue necesaria una guerra horrible para reponerse de los estragos causados por la paz que siguió a la guerra anterior. Me dijo aquel veterano en el Savoy: «Igual que de los hombres aprendemos por su vejez, aprendemos de la guerra por sus ruinas».
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