José Antonio Álvarez Gundín

La victoria de Teresa

Teresa Romero ha vencido al ébola y su curación nos sana también a nosotros de los negros presagios que envenenaban los sueños. Su victoria es nuestra victoria. Su vuelta a la vida da sentido a nuestras plegarias. Todos celebramos su triunfo sobre la muerte, salvo las aves carroñeras que planeaban al detalle el despiece del cadáver para llevarse la tajada política; llevan la infección en la sangre. Frente a ellos, se ha alzado la marea de la vida, los compañeros de Teresa que la han atendido con todo el alma; los médicos y científicos, cuya competencia profesional produce el legítimo orgullo de contar entre los nuestros a los mejores del mundo; los que de una u otra forma han empujado del carro, como Paciencia Melgar, la monja de la sangre fuerte y de corazón de león. Es también la reivindicación de la Sanidad Pública, vilipendiada sin fundamento por quienes más deberían prestigiarla. El contagio de Teresa había colocado a España al borde de la frustración. Fuera nos miraban de soslayo, recelosos, y dentro de casa crecía la hiedra del fatalismo como si fuéramos un país de tercera incapaz de plantarle cara a un bicho. Otra vez el fantasma de fallar en la gran prueba, de no pasar el corte que separa a las naciones fiables de las insolventes. Es muy probable que se declare algún otro caso de ébola en personas procedentes de África, sean misioneros, cooperantes o inmigrantes, pero ahora ya sabemos que se puede vencer. Gracias a Teresa, a su coraje y a sus ganas de vivir, y al equipo médico que entabló el combate para salvarla, hoy podemos mirarnos en el espejo sin temor a que nos devuelva la imagen esperpéntica de un país condenado a la tragedia. Ella ha doblegado al destino; los demás hemos rescatado la fe en nosotros mismos. A los misioneros Pajares y García Viejo les alegrará saberlo.