Cádiz

La vocación marinera de la Corona

Ángel Tafala

A principios del mes pasado, haciendo el Camino de Santiago entre Comillas y Covadonga –lujos de retirado–, un peregrino me dijo que se había enterado de que el Rey iba a abdicar.

Mi primera reacción fue pensar que era una broma, pero enseguida unas llamadas, esta vez personales –alguna de medios–, confirmaron la noticia. Caminando por el campo y la costa cántabro-asturiana junto a otros peregrinos de la Orden, con todos los sentidos embriagados por aquellos maravillosos parajes, oyendo bufar la mar, entre Ángelus al mediodía y bocadillo por la tarde, los recuerdos marineros sobre el Rey y su entorno se empezaron a agolpar en mi mente.

Conocí a SM en 1978 mandando yo el patrullero «Alsedo». Fui designado para trasladarle desde la Base Naval de Rota al «Juan Sebastián Elcano», atracado en el puerto de Cádiz, para despedir a su padre, el Conde de Barcelona, que iba a participar en parte del crucero de instrucción de vuelta al mundo. El transito un paseo, pero que paseo. Los honores militares siempre son impactantes, pero el ceremonial marítimo –que hunde sus raíces en la tradición– es espectacular. Ver a todos los buques de la Armada presentes cubriendo candeleros con sus dotaciones y saludando con las reglamentarias voces de «Viva España» a la insignia del Rey izada en el palo de mi buque es una imagen que jamás se borrará de la memoria. El Rey era un hombre joven por aquellas fechas, lleno de vigor y exultante en un bello día de noviembre en la bahía de Cádiz, rodeado de decenas de embarcaciones y viendo a su padre iniciar un sueño largamente acariciado. ¡Qué día para todos los que lo vivimos! Siempre me ha fascinado la trágica historia de D. Juan, jefe de una Casa Real en el exilio, que residía en Estoril, lo más cerca de España y del mar que se le permitía. Trató de combinar sus convicciones democráticas con la realidad del régimen del general Franco. Por tres veces intento ser un oficial de Marina corriente: una, truncada por la proclamación de la República; otra, cuando sirviendo en la Royal Navy británica fue nombrado súbitamente Príncipe de Asturias; y la última, cuando en plena Guerra Civil se ofreció para combatir con los nacionales.

En el acuerdo logrado sobre la educación de D. Juan Carlos esté quizás la semilla de una Transición que ha traído el más largo periodo de paz y prosperidad de la reciente historia de España a través de una Monarquía parlamentaria. Pero, en fin, otros podrán opinar con más fundamento sobre todo esto; de lo que no cabe la menor duda es de que el Conde de Barcelona era un hombre de mar, una personalidad fascinante y una fuente de anécdotas increíbles muchas de ellas sobre la Casa Real británica, sus parientes. Por ejemplo, tenía los brazos tatuados, recuerdo de un día indescriptible en la India embarcado en un crucero británico.

Todavía en la Escuela Naval de Marín custodiamos su tercer buque, el motovelero «Giralda». Visitar este buque –tan marinero, casco de pesquero–, donde hizo tantas singladuras, es comprobar que D. Juan era un hombre que amaba la mar y se encontraba cómodo en ella. No era un yate al uso en donde izaba su pendón real con una dotación de tan sólo dos buenos vascos y un marinero gallego.

Pasados los años, en 1996, volví a tener el honor de izar la insignia del Rey mandando –ya como capitán de Navío– el buque de aprovisionamiento de combate «Patiño» recién entregado a la Armada. Estuvo con nosotros una singladura completa. Acabábamos de regresar de Escocia y sus preguntas sobre nuestra misión y capacidades mostraba de nuevo un entusiasmo por el entorno marítimo del que nuestra opinión pública tiene innumerables pruebas por sus muchas navegaciones en Palma. El Rey estaba tan a gusto entre nosotros y su estilo personal de comunicarse coincidía tanto con nuestra manera de ser que toda la dotación parecía feliz. Al hasta ayer Príncipe Felipe lo conocí en 1987 siendo guardiamarina en el «Elcano», casi 30 años después del crucero de su padre. Yo estaba destinado en la agregaduría naval en Washington. Atracaron en Baltimore y allí fuimos todos los españoles a verlos. Recuerdo el ardor con que todas las jovencitas querían ser presentadas al joven, alto y serio guardiamarina.

Sobre nuestro nuevo Rey solo un deseo y una observación. El deseo es que mantenga el apoyo a la vela que ha permitido contar hasta ahora con los recursos humanos y financieros para convertirla no solo en un deporte popular, sino a España en un referente mundial.

La observación: los muchos años que D. Felipe ha regateado con la Armada nos han permitido comprobar su carácter calmado, su aguante ante la adversidad, su honestidad y dotes de liderazgo. Vamos a tener un buen Rey; nosotros ya lo hemos constatado. Doña Sofía también ha navegado con nosotros en el «Elcano» y sobre todo en el «Hispania», histórico velero que mantuvimos mientras pudimos. Su delicadeza y su encanto están en el recuerdo de todos los comandantes y dotaciones que la trataron.

Ruego me disculpe, querido lector, si ha encontrado hasta ahora demasiadas referencias personales. Simplemente he tratado de describir cómo he visto la vocación marinera de la Corona sin pretender ser objetivo ni establecer principios o teorías sobre ella.

El más alto honor que la Armada puede hacer a alguien es poner su nombre en la popa de uno de nuestros buques. Al cariño de la Familia Real, la Armada ha correspondido poniendo el de «Reina Sofía» a una de sus fragatas; el de las dos Infantas a sendas corbetas –patrulleros de altura ahora– y «Príncipe de Asturias» a nuestro primer portaviones construido en España y hoy prematura víctima de la situación económica. Esto naturalmente además del «Juan Carlos I», que es el buque de mayor desplazamiento que la Armada ha tenido en su historia y que ojalá pueda complementarse pronto con otro análogo –por razones prácticas, no sentimentales– que quizás merezca recibir el nombre de «Real Felipe» siguiendo así una larga tradición de afecto mutuo y respeto.