Luis Alejandre
«Libertad sin ira»
Seguramente los salvajes que protagonizaron la batalla campal de la plaza de Colón de Madrid el pasado sábado desconocían quién era el Presidente del Gobierno que trajo la democracia a España y que en aquellos momentos estaba dejándonos definitivamente, tras largos años en que su memoria ya lo había hecho. Como tampoco sabían lo que representó en su momento un grupo de folk onubense llamado Jarcha, el que en los difíciles momentos de la Transición supo expresar lo que una gran mayoría de los españoles deseaba: libertad sin ira. La letra de su canción más conocida invitaba a dejar atrás las luchas cainitas que tanto daño nos habían hecho a lo largo de nuestra historia.
Pero la ira formaba parte premeditada de lo que aquellos energúmenos entendían por dignidad. Uno no va a una manifestación para reclamarla, con cohetes, pinchos o tirachinas con tornillos. ¡Cómo se puede prostituir una palabra y un concepto tan bellos! Se prostituye bajo la capa de gentes que honestamente creen clamar por sus derechos, pero también de los tontos útiles y de los compañeros de viaje interesados, incapaces de oponerse o mediar ante la actitud de aquellos salvajes. Es la cobardía ante conductas delictivas, cuando no criminales. «Dejadlos morir» gritaban a las asistencias del SAMUR cuando atendían a policías heridos. Es indiscutiblemente la mayor bajeza , sólo anclada en el odio, que he podido escuchar en mi vida. ¡Ni en la guerra se deja morir conscientemente al peor enemigo! Como cobarde bajeza me parece la del juez que dejó libres al día siguiente a la mayoría de los detenidos. Aun por respeto a los heridos, de ningún modo podía permitir el homenaje en caliente de sus compinches, a la salida de los juzgados. ¡Los nuevos héroes!
Mi homenaje a los policías que, dignos, firmes, les protegían a la salida de estos juzgados y no se liaron a tiros con ellos como les debía pedir el cuerpo. Como también mi respeto a los que en la tarde del sábado, quizás sin estar de acuerdo con las órdenes recibidas, cumplieron con su deber, obedecieron, arriesgando incluso sus propias vidas. Es cuando la disciplina alcanza su grandeza, cuando sin necesidad de comprender, sin preguntar, se obedece.
Vivimos en una sociedad compleja donde muchas gentes pasan por momentos difíciles. Pero seguro que ninguna de dichas personas formaba parte de los cuatro centenares de forajidos de la plaza de Colón. La componente violenta de estos grupos incluye, junto a factores de su entorno, sus propias frustraciones personales, que pretenden desahogar contra la sociedad. Y arremeten contra unos policías, ciudadanos comprometidos sólo con su deber, que ni forman parte de las élites políticas ni económicas que dirigen el país, ni son responsables de las situaciones que vivimos. ¡Las ganas que tienen ellos de enfrentarse a una panda de salvajes encapuchados, un sábado por la tarde!Espero y deseo que el problema de estos profesionales de la manifestación violenta que se concentran haciendo uso de las redes sociales se resuelva con una buena información y con contundentes medidas preventivas. No es la primera vez que asoma esta violencia que se ha visto fortalecida ante cesiones políticas y medidas judiciales tibias. Necesitamos dirigentes responsables que no sólo solucionen los problemas; más bien necesitamos el que eviten que estos problemas se produzcan.
En larga, paciente y disciplinada cola, un día después, otros miles de españoles dejaban constancia de su agradecimiento al presidente Suárez, intuyendo las dificultades que había tenido que superar en su andadura política. En el pensamiento de aquellas gentes sencillas y honestas entraba además, el comprender el dolor del presidente ante la pérdida de sus seres queridos, la frustración ante el abandono de ciertos colaboradores que, quizás, le llevaron a la enfermedad. Mismos españoles, pero diferentes españoles. Unos se consideraban con el «deber» de despedir a un hombre de Estado que contribuyó a alejar el fantasma de la confrontación entre hermanos y que agotó su vida sirviendo a España. Otros con el «derecho» a destrozar, a intimidar, a matar si se terciaba.
Contra estos últimos, todo el peso de la Ley sin medias tintas y ni buenismos. Contra quienes les arropan, vacío de desprecio total. Por supuesto, revisión de procedimientos y responsabilidades. Lecciones aprendidas, las llamamos las gentes de armas. Aprender de los errores siempre es positivo. Pero tampoco, por un profesional sentido de la responsabilidad, echarse sobre el hombro toda la culpa de lo que pasó. La culpa es de quienes bajo la capa de la libertad, la que precisamente les proporciona entre otras instituciones la Policía, usan la violencia más salvaje. De fallar el peso de la Ley, esto será la selva, será otra vez la noche, será el fin de la libertad. La ira la habrá devorado.
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