Restringido

Lo que queda de ETA

La Razón
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El éxito que esta semana han tenido las fuerzas policiales de España y Francia al detener a los principales dirigentes de ETA no debe hacernos perder el norte al evaluar sus resultados. Para empezar, es evidentemente exagerado el optimismo del ministro del Interior al señalar que la operación de la Guardia Civil y la Gendarmería equivale al «acta de defunción» de la organización terrorista o al indicar que lo que «le queda a ETA cabe en un microbús». Y lo es porque todavía hoy ETA está formada por varios centenares de militantes, aunque la mayor parte de ellos estén encarcelados y solo quede una treintena en libertad, algunos dispuestos a reemprender la actividad terrorista.

ETA dejó de cometer atentados en España hace seis años, certificando así su desbarato policial. Pero siguió pretendiendo –y ejerciendo con precariedad– un papel político cuya relevancia actual es sobre todo de orden simbólico al justificar, desde su propia historia de violencia, el proyecto independentista y revolucionario que representa la izquierda abertzale, hoy liderada desde Sortu e instrumentada a través de Bildu. Es ese propósito el que da sentido a la continuidad de ETA y el que obliga ineludiblemente al Estado a su derrota política.

¿Cuál es entonces el problema para nosotros, los que repudiamos el terrorismo? Pues sencillamente que la política contraterrorista que se arbitra desde el Ministerio del Interior es insuficiente para alcanzar aquel objetivo. Esa política, basada en una muy eficaz actuación policial, en la cooperación internacional y lamentablemente en un cada día más débil apoyo de la sociedad civil –asociaciones de víctimas incluidas–, se mueve esencialmente en el horizonte conceptual del Pacto de Ajuria Enea que, no lo olvidemos, se estableció para alcanzar las condiciones necesarias para que el Estado pudiera entablar con ETA una negociación «legítima» que propiciara su final. Es a tal negociación a la que actualmente aspira ETA; pero resulta que, tras la experiencia del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, el Estado no puede replegarse hacia ella, como demostró el fracaso de Rodríguez Zapatero cuando la emprendió.

Descartada la negociación de Ajuria Enea, es ineludible buscar otra vía para obligar a la organización terrorista a disolverse –algo que el actual Gobierno ni siquiera ha intentado, no ya en el plano político, sino ni siquiera en el teórico–. Sin embargo, puede hacerse, tal como demostró Italia, a finales del decenio de 1980, cuando a través de la «disociación» logró que un millar largo de sus miembros abandonaran las Brigadas Rojas y éstas quedaran constreñidas en dos centenares de irreductibles.

La disociación se estableció en forma de ley para arbitrar un quid pro quo entre el abandono de la organización armada y la concesión de beneficios penitenciarios, de manera que aquel debía ser irreversible, pues en caso contrario éstos quedaban anulados. No se trató de ningún paripé –al estilo de lo que aconteció en España, tras el pacto Rosón-Bandrés-Onaindía, con los miembros de ETA político-militar– , sino de una operación seria y bien organizada. De ella algo debiera aprender ahora nuestro Gobierno.