Jesús Fonseca
Los días de la Princesa
D e estar en la picota del linchamiento mediático, ha logrado –a puro de currárselo– que la despellejen menos. Pero, aún así, en cuanto surge la ocasión, se intenta envolverla en cualquier polémica; la que sea, da igual. El caso es frivolizar y darle caña. Y, si alguien no entra al trapo, se le tacha inmediatamente de cortesano. Pero a mí me sucede lo que a tantos compañeros de estos oficios nuestros: que todavía no ha nacido quien me diga lo que tengo que escribir. La Princesa de Asturias, de momento, se apaña bien, muy bien, entre tanta rastrojera. Es eficiente, espontánea, cuando la dejan; decidida, pese a mostrarse más contenida que al principio, lo que no le impide hablar de manera abierta, muy clara, con quien sea. Es tonificante para la Corona. Hace lo que toca. En esto, Doña Letizia, es impecable. Le ha tomado el pulso a su faena; tiene el alcance de su trabajo. Así que como ya se encargan otros, con brioso empeño, en airear cualquier chascarrillo o flojera: que si manda –y bastante–, que si utiliza un maquillaje agresivo, que si es una intelectual progre –el listado es de sobra conocido– me ocuparé, por aquello que decía Mafalda de «si en vez de planear tanto voláramos un poco más alto», de destacar otros tantos aciertos de la Princesa de Asturias. El primero, emplearse con pasión en lo suyo: apoyar a su marido. Ella es pura energía, vibrante, llena de vida. El segundo, su buen fondo, porque lo tiene. Y, en tercer lugar, aguantar el tipo. Luego están su discreción, habituada a contar todo y ahora a callarlo casi todo; su cuajo para sobrellevar lo que se cacarea. Y, para terminar, su probado empeño en ser útil. Su ánimo a la hora de tirar del carro. Se desvive. ¡Para qué más!
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