Joaquín Marco

Los extremos de la UE

La difícil y lenta construcción de la UE debe observarse como uno de los resultados de la gran tragedia que fue la II Guerra Mundial. Todavía estamos en ello, como pudimos observar hace unos días en el desfile conmemorativo por la gran avenida de Moscú, que tanto recordaba a los que se daban en la Guerra Fría. No sé si los ciudadanos de a pie son conscientes de que, además de escoceses o andaluces, británicos o españoles, son también europeos. Tal vez haya que saltar a otro continente para poder tomar conciencia de ello. Hay quienes defienden la Europa de la Unión como un «club selecto» con reglas inmutables que sus socios deben cumplir a rajatabla. Pero el europeísmo de antaño, algo más que economicista, procedía de una vaga conciencia histórica humanística que planteaba superar los ancestrales nacionalismos que condujeron en el pasado a los europeos de catástrofe en catástrofe. El impresionante desfile de fuerzas armadas en Moscú no puede calificarse de amenaza, sino de demostración de fuerza. Merkel, representante exclusiva de la Unión y de la potencia perdedora en la última gran guerra, ya señaló las diferencias existentes respecto al problema ucraniano en voz alta, pero sugirió que debía mantenerse la colaboración con una Rusia que detenta todavía el poder de la energía gasística, aunque esto fue silenciado. La UE no está tan preocupada por los principios como por los intereses y, de hecho, cabe preguntarse si ha logrado superar ya los rancios nacionalismos. Las recientes elecciones británicas parecen indicar lo contrario. No sólo Reino Unido reafirmó en ellas su escepticismo respecto a la UE, sino que en su propio seno los escoceses manifiestan que los viejos estados tampoco han superado sus contradicciones internas. Uno de los países aliados, vencedor del totalitarismo que suponía el poder de la Alemania nazi y del Japón imperialista, sigue defendiendo sus rasgos nacionales. Gran Bretaña, pese a haber perdido no sólo el Imperio, sino su influencia internacional (en las pasadas elecciones los partidos pasaron por alto cualquier referencia a ello) quiere acentuar sus diferencias respecto al «Continente», como tradicionalmente designan al resto de Europa. Los conservadores británicos prometieron, además, un referéndum sobre su continuidad en la Unión para antes de 2017 y pocos dudan de que David Cameron se verá incluso obligado a adelantar la consulta.

La UE sigue, además, sin descubrir una salida viable a Grecia. Los dirigentes helenos tratan de dilatar sus compromisos en el tiempo y, aunque realizan signos de buena voluntad, como anticipar una pequeña parte de la deuda, anuncian ya que su liquidez finaliza en dos semanas. Las instituciones europeas vienen analizando ya las consecuencias del posible abandono de Grecia a su suerte, significativo en especial para los países limítrofes. Pero ante la amenaza del referéndum británico, la salida de Grecia constituiría algo más que un mal ejemplo. La UE no puede permitirse en estas circunstancias un fracaso que se entendería más en clave política. Paradójicamente, el triunfo de los conservadores en Reino Unido puede haber favorecido las expectativas de Syriza, políticamente en las antípodas. Por benévolo que sea, cualquier análisis llegará a la conclusiónde que no cabe otra solución que inyectar más fondos al país en ruina. Habrá que elegir alguna fórmula que no se observe como una victoria de la nueva izquierda helena. Pero unos cuantos países de la Unión no estarán de acuerdo, lo que obligará a hacer encaje de bolillos. Pero los problemas llegan también desde otros ángulos. Ante la tragedia que está suponiendo la emigración en las fronteras del Sur se ha propuesto un sistema de cupos que habrían de repartirse entre los socios. Reino Unido parece dispuesto a apoyar las medidas que supongan control, incluso a participar en algunas medidas de fuerza bajo la protección jurídica de Naciones Unidas contra las embarcaciones de los traficantes, pero se ha negado a recibir nuevos inmigrantes. Otros países observan el cupo también con mucho recelo, porque sus fuerzas xenófobas crecen y amenazan la estabilidad. El UKIP, en las recientes elecciones, sacó cuatro millones de votos, a los que habría de sumar parte de los euroescépticos.

La UE se halla, por consiguiente, ante una serie de problemas que le impedirán atender a cuestiones como las de configurar nuevas formas de gobierno que habrían de permitirle más agilidad en la toma de decisiones, instrumentos que perfeccionaran una actividad económica inspirada en la moneda única y en la libre circulación de capitales y ciudadanos. Los economistas más sensatos advierten ya que sin una fiscalidad unificada, los problemas económicos derivados de la intensa crisis que seguimos soportando tienen difícil solución. Pero en las negociaciones que se iniciarán próximamente entre la Unión y su socio británico aparecerá precisamente el problema de la libre circulación que se define con rayas rojas por ambas partes. Un ejemplo más que puede extraerse de las elecciones británicas es el aplastante triunfo de los nacionalistas escoceses, antes votantes de los laboristas. Cameron, que ya les había prometido reformas tras el referéndum, se encontrará ahora esta formación en el seno del Parlamento y obligado a realizar concesiones. No sería de extrañar que recurriera a una fórmula autonómica generosa y hasta federal, en la que debería incluir también Gales. Por consiguiente, no tan sólo no han de-saparecido los nacionalismos que pretendían difuminarse en la superestructura de una Europa más generosa, sino que se acentúan, como observamos entre nosotros en Cataluña. No es, pues, sólo «la economía, estúpido», sino mucho más lo que se sustancia. Ciertos agoreros pretenden concluir que los extremos pueden poner punto y final a la experiencia de la UE. Pocos estarán de acuerdo. Las poderosas fuerzas económicas de la City londinense o el comercio entre los socios de la Unión se resistirían a ello. Bien es verdad que los europeos muestran escaso entusiasmo y no acaban de interiorizar la esencia de un europeísmo que vaya más allá de algunos beneficios económicos. Ni siquiera frente al exterior Europa manifiesta unidad para entenderla como un ente. Se mueve con la lentitud burocrática de una colectividad sin horizontes. Pero los escépticos siguen constituyendo el mayor peligro para perfeccionar el proyecto. La improbable pérdida de Reino Unido podría entenderse probablemente como el principio del fin. Llegan tiempos oscuros para señas de identidad supranacionales. Por ejemplo, el estado del bienestar.