Restringido

Los pecados de los pendejos

La Razón
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Los policías belgas oscilan entre la indolencia y la flacidez, las autoridades comunitarias son negligentes y bastantes políticos, encabezados por los de Podemos, son unos bocazas irresponsables, pero no somos los que han fallado. Si de algo se nos puede acusar y con razón, es de pendejos. No hemos patinado en la integración: han sido los musulmanes. Todos estos expertos que han surgido como hongos al calor de los bombazos de Bruselas y pontifican como en tertulias de radio y televisión coinciden en que el problema estriba en los elevados índices de paro, la marginación y la falta de horizonte vital entre los hijos y nietos de los inmigrantes islámicos llegados a Europa en las últimas cinco décadas.

¿No hay un desempleo juvenil brutal entre ese millón de rumanos que reside en España? ¿Andan poniendo bombas los cientos de miles de ecuatorianos que quedaron a la intemperie cuando estalló aquí la crisis económica? ¿Han escuchado alguna vez que un gallego, un extremeño o un andaluz, descendiente de las legiones que migraron a Europa hace medio siglo, se dedique a matar inocentes porque ha fracasado en los estudios, tiene complejos o se siente no querido? ¿Lo hacen los vástagos de los búlgaros, los polacos o los ucranianos?

Europa se ha gastado fortunas en integrar a las minorías. Hace mucho que en esta parte del mundo es pecado mortal el menor atisbo de racismo o segregación.

Los que han asesinado en nombre de Alá en Bélgica, como antes los que mataron en París, Londres o Madrid, fueron gratuitamente a la escuela pública. Nacieron y fueron cuidados sin pagar un chavo en hospitales financiados por el contribuyente, disfrutaron de la Seguridad Social y cuando tuvieron problemas con la ley, porque les daba por robar, contaron con la protección de la ley, incluido el abogado de oficio. Ya está bien de estereotipos, análisis de pacotilla y mantras progres. ¿No les llama la atención que la pista inicial para identificar a los criminales del aeropuerto no viniera de sus vecinos del barrio o de los fieles que compartían mezquita con ellos sino del taxista que les llevó al lugar del crimen? ¿No les estremece enterarse de que Abdeslam, el octavo facineroso de Bataclan, residiera cuatro meses junto a la casa de sus padres sin que nadie osara hacer una llamada anónima a la comisaría? ¿O que durante los cuatro días que transcurrieron desde su detención hasta la masacre sólo le interrogaran una hora, porque «parecía cansado»? Esos son nuestros pecados y en ellos llevamos la penitencia.