Constitución

Los políticos catalanes

La Razón
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La burguesía catalana cómplice del nacionalismo está asustada y tiene motivos para ello. La CUP veta los presupuestos de la Generalitat, nos abocamos a nuevos comicios, las algaradas callejeras en Barcelona son frecuentes, el «proceso separatista» se radicaliza, la frustración se extiende entre la menestralía catalana, en las zonas rurales se amenaza a los pocos unionistas que resisten y, mientras, en la Ciudad Condal la alcaldesa Colau tiene la agitación social por bandera.

A los burgueses les han vuelto los fantasmas de la Barcelona de las bullangas de 1835 cuando a la salida de las corridas de toros los proletarios catalanes quemaban iglesias; han imaginado las guerras carlistas que arrasaron Cataluña en el XIX; han rememorado el bombardeo de Espartero de 1842 para sofocar la revuelta popular; de repente han visionado la «Ciudad de las Bombas» de 1893 cuando mataban a espectadores del Liceo; se han acogotado al recordar la Semana trágica de 1909 cuando Barcelona era la «Rosa del Fuego»; se han echado las manos a la cabeza con el pistolerismo anarquista de los años 20; de repente han recordado el golpe de estado de Companys de 1934 y los miles de cadáveres en las cunetas de julio y agosto de 1936. Cataluña está en manos de una nueva generación educada en las madrasas separatistas y con su futuro político en manos de una coalición que englobará a la CUP, ERC y con Colau de gran líder junto a sus socios comunistas. Durante los últimos 25 años la burguesía catalana ha colaborado a la «omertá» en Cataluña, un silencio producido por una enorme y exitosa campaña de publicidad, en la que la prensa ha sido sometida por la «casta» política, de la que dependía para sobrevivir, a la que ha servido fielmente, olvidando su deber primordial de informar con veracidad. Pujol y sus cómplices tejieron un régimen absolutista legitimado por las urnas, en el que formaban parte egregios personajes de la burguesía catalana, empresarios que financiaban con las ganancias de las obras públicas el tinglado nacionalista, empresas periodísticas genuflexas ante el poder y la subvención, intelectuales de pacotilla con premios artificiales; y sobre todo crearon una inmensa cantidad de ciudadanos cobardes que han formado el grueso de la sociedad catalana, mirando hacia otro lado por miedo: miedo a la venganza, a la extorsión, a quedarse sin trabajo, miedo a la maquinaria poderosa del poder que tritura toda crítica que sea demasiado molesta. Todo dirigido por el llamado «ámbito catalán de comunicación», una extensa de red de medios informativos en los que no existe más idioma que el catalán, lengua que no se contemplaba como vehicular, sino como arma política. Un idioma usado para segregar, no para unir. Durante la Guerra Civil, Azaña residió un tiempo en Barcelona, y pasó de ser amigo a enemigo de Cataluña. Ninguneado por la Generalitat, atónito ante los crímenes impunes del verano de 1936, incrédulo por la ineficacia del Govern y las luchas partidistas internas, vejado por la vulneración del Estatut por arrogarse competencias que no tenía, y aturdido por las miserables rivalidades personales y los sucesos de mayo de 1937. En su conocida obra testamentaria «La velada de Benicarló», arremete contra los políticos catalanes, por su demagogia victimista, sus personalismos y la deslealtad para con el resto de la España: «Lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos».