Ángela Vallvey

Madrid

Como diría Pichi –el chulo «castigador» del chotis–, Madrid ya tiene de todo. No le faltan ni Juegos Olímpicos. Hay un Madrid elegante y otro canalla. Uno neoclásico, otro vanguardista. Porque Madrid no es uno, sino un montón. Yo prefiero el de Goya, pintor de los claroscuros de la vida, que retrató el alma española sin Photoshop. También el neomudéjar, el barroco, el de los Austrias, el medieval, el de Galdós, el de Pedro de Ribera, el de los mejores museos del mundo y el del Templo de Debod... Madrid es una de las ciudades más intensamente vivas del planeta. Seria y excéntrica a la vez, capaz de utilizar la locura como arma de destrucción masiva a favor de la sensatez y la razón en un país que la mira con una mezcla de envidia, recelo y amor inconfesable mientras se mide con ella y se mira en ella. Se sacudió de encima al franquismo inventando la «Movida», un insolente impulso cultural juvenil y festivo, petardo y encantador, engendrado con los restos de la mugre acumulada por décadas de dictadura. Madrid disfruta de una renta vitalicia en atrevimiento y ha encontrado el camino hasta el cielo. «De Madrid al cielo», se titulaba una vieja película de Rafael Gil. Porque no hay nada más eximio y encumbrado que Madrid, como no sea el reino celestial. Ninguna otra capital tiene los cielos pintados por Velázquez, que deslumbran al visitante cuando se quitan «la boina». Madrid no será el edén, pero desde luego es su extrarradio suburbano. Es hospitalaria, moderna, mesetaria, centralista (qué quieren, está acostumbrada a ser el centro, el Kilómetro Cero). El Canal de Isabel II tiene mejor agua que Tokio... Y al que no quiere a Madrid, pues como diría Pichi: «Anda y que te ondulen con la ''permanén''...».