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Marte

La Razón
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La NASA, declarada enemiga del bien común por los patriotas del déficit cero, busca astronautas. El plazo para presentarse arranca el 17 de diciembre y expira a mediados de febrero de 2016. Necesita ingenieros, físicos, matemáticos, médicos. Ofrece entre 66 mil y 144 mil dólares al año. La última vez que sus jefes de personal abrieron la ventanilla recibieron seis mil solicitudes y admitieron a ocho barandas. La NASA, en fin, aspira a llegar a Marte en los años treinta, siete décadas después de que el Apollo XI conquistará la roca mitológica. La aventura lunar tuvo un coste inimaginable, 170 mil millones de dólares al cambio actual. Hablamos menos de hasta qué punto provocó una monumental revolución tecnológica. Del GPS al termómetro digital, los pañales desechables, los monitores cardíacos o los aparatos inalámbricos, son cientos las aplicaciones prácticas nacidas del programa espacial. Hubo que inventarlo todo, o casi, para resistir las espeluznantes condiciones del viaje y el regreso. En cuanto gane velocidad la epopeya marciana escucharemos, como cada vez que alguien aspira a inventar la nueva máquina de vapor, las jeremiadas de los enemigos del progreso. Esos que airean su al-deanismo para aplicar al discurso político la blenorragia cutre del tendero. ¿Quién quiere ir a Marte si todavía no hemos erradicado el hambre o las enfermedades y nos acecha el cambio climático? Toreros de salón, muletillas del miedo, deshonran con sus prédicas el afán por domeñar las supersticiones para besar estrellas. Gente pequeña, con mentes oxidadas, partidaria de quedarse en casa, cobijada bajo el edredón, antes que de embarcarse en la reencarnación a chorro de la nao Victoria. Si por ellos fuera seguiríamos en las cavernas, mordisqueando un pernil crudo, con la consigna retórica de que inventar tiene peligro. En vísperas del viaje al planeta rojo, hogar del Monte Olimpo, 25 kilómetros de altura, resuena el tam-tam de Kennedy. Aquella mañana en la Universidad de Rice, septiembre de 1962, citó a George Mallory, legendario alpinista fallecido en el Everest, al que un día habían preguntado por qué demonios quería escalarlo. «Porque está ahí», respondió, luciendo el laconismo de quienes sueñan en estampida. Kennedy, él si acreedor al título de la Ambición Rubia, anunciaba «la mayor aventura en la historia de la humanidad». La necesidad de culminarla no por fácil sino, todo lo contrario, por «difícil». La evidencia de que de aquella gesta se beneficiaría la humanidad en pleno. Pues bien, los estadounidenses aspiran a zarpar de nuevo. Su meta, las costas terribles del planeta hermano, tiznado por el óxido de hierro, craquelado a menos cincuenta grados de temperatura media en la superficie. El mismo en el que según Ray Bradbury el Señor K leía con las manos un libro que hablaba «del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas». Qué envidia procura la contemplación de unos EEUU perpetuamente abonados al futuro. Al final, no lo duden, la Enterprise saldrá como un fantasma ígneo desde Cabo Cañaveral, al mando de James T. Kirk y Jean Luc-Picard, y el hombre paseará bajo «las mellizas lunas blancas», Fobos y Deimos.