Lucas Haurie

Matar por una camisa

Un paseo por cualquier calle céntrica en horario comercial es una experiencia asfixiante que equivale a sumergirse en apnea hasta la mitad de la Fosa de las Marianas. Como la lluvia, la legislación nunca es a gusto de todos y la liberalización del periodo de rebajas puede que satisfaga sobremanera a los tenderos pero supone una tortura para claustrofóbicos, misántropos, alérgicos al contacto físico y demás seres poco proclives a la sociabilidad. Pasaron los Reyes y siguen sin disolverse las multitudes en las calles comerciales, lo que convierte a las ciudades en una jungla intransitable de marujas en orden de combate en busca de la ganga y de esas armas de destrucción masiva que en las bullas son los carritos de bebé. «Menos pasear y más comprar», rezaba el cartel colgado durante la crisis de los noventa por el propietario de un negocio en su escaparate. Lo podrían haber rescatado en la pasada Navidad, cuando el ciudadano depauperado prefirió adquirir sólo lo imprescindible con la esperanza de que la época de saldos le permitiese recrear ficticiamente la opulencia pasada. El ticket-regalo, que aumenta su poder adquisitivo en relación directamente proporcional a la rebaja de los precios, es el mejor aliado: por lo que le costaron a la tía Puri el 22 de diciembre esos espantosos mocasines, se compra ahora media docena de camisas. Pero para realizar el cambio hay que subir por las escaleras mecánicas como Rambo por Vietnam, dispuesto a matar o morir a cada paso.