Luis Alejandre
Memorias
Nueva aparición de memorias de políticos ubicados en lo que las gentes de armas llamamos «reserva activa». Intentaré reflexionar sobre los compromisos que entraña el poder, haciendo mío el título que da a la segunda parte de sus memorias, el ex presidente Aznar. Sé que no es fácil resistir la generosa oferta de un grupo editorial, pero sobre todo, es difícil resistir a la tentación de querer mantener viva una trayectoria ante la opinión pública, quien un día contó con todas las prerrogativas de la más genuina erótica del poder. Las memorias contemporáneas de políticos vivos, por interesantes que resulten, por datos que aporten a los psicólogos para adentrase en la personalidad del autor, por hechos que se transparenten a la ciudadanía, carecen en mi opinión de la objetividad necesaria y entrañan una innata tendencia a la justificación. No puedo por menos que arroparme en la máxima del Derecho Romano: «Excusatio non petita, accusatio manifesta».
No creo que ningún historiador se apoye en ellas dentro de veinte años. Lógico. Todos tendemos a justificar nuestras decisiones y somos poco propensos a admitir nuestros errores, que en cualquier vida pública son y serán frecuentes. Pero por encima de objetividades y subjetividades, voy al fondo de lo que pretendo decir. Los servidores públicos no somos dueños de los documentos, informes y decisiones tomadas en el ejercicio de nuestras funciones. Servir es trabajar por y para la comunidad en un puesto y momento determinados. No es ser propietario ni del momento, ni del lugar, ni de los documentos o informes. Este concepto de propiedad nos ha hecho mucho daño. Y veo que no se extingue, porque muchos políticos, rodeados de buenos cuando no aduladores, colaboradores, indiscutiblemente ungidos y sacrificados por el trabajo, la responsabilidad y la soledad del mando, han acabado confundiendo el peso de la púrpura con el de su propiedad.
Suelo referirme al «síndrome del Río Kway». Aquel buen coronel inglés, prisionero de los japoneses en plena Segunda Guerra Mundial, consideraba que tras enormes esfuerzos técnicos y materiales, el puente que construyó para el enemigo era algo propio. Y cuando su alto mando decidió volarlo como necesaria estrategia de guerra, el coronel se resistió. El puente no era ni de los japoneses ni del mando aliado: era suyo.
El puente se llama aquí Moncloa, Ferraz, Génova, Castellana o Plaza San Jaume. He estado cerca de quienes ahora se sienten propietarios de lo que gestionaron. Quienes han redactado sus memorias con posterioridad o quienes ya premeditadamente las prepararon, recurriendo incluso a deslealtades o a prostituir la confianza de sus colaboradores. La subjetividad es la misma; la autojustificación, pareja. Siempre a costa de «otros que lo hicieron mal» y que no tienen opción a disentir. Si lo hacen, la espiral de desmentidos alimenta el negocio editorial; si se callan, parece que asienten. La opinión subjetiva queda impresa finalmente.
La portada de este medio del pasado domingo día 3, que adelantaba parte de las memorias de Aznar, en referencia a la recuperación del islote de Perejil reproducía en grandes titulares: «Insistí otra vez. El Jemad dijo: no. Mi decisión fue: sí»(sic). Mi reacción inicial y lo que escribí, fue aparcado prudentemente. Siento un gran respeto por quien fue durante dos legislaturas nuestro presidente del Gobierno, a quien serví con lealtad desde dos diferentes destinos. Sé que no mintió y sufrió enormemente tras el 11-M porque es hombre impregnado de un alto sentido de la responsabilidad. Pero este respeto no me exime de ser crítico con ciertos aspectos de su mandato, especialmente los referidos a su trato con las Fuerzas Armadas. Hubo mutuo respeto, pero no sintonía natural como la tenía con Fraga. Aclaro al lector que yo no era el Jemad de referencia y que, por supuesto, un jefe de Gobierno tiene la superior potestad e información –llámese Chirac, llámese Bush– para decidir. Pero no para ventilar y desacreditar a un Jefe de Estado Mayor que sopesa, antes de proponer una acción, posibilidades y riesgos. Disentir, ponderar, es una obligación leal y legal en una propuesta. Insinuar hoy indecisión, excesiva prudencia o incluso temor, es un grave error. ¿Y si a lo mejor el Jemad proponía que con doce legionarios de Ceuta resolvía en una noche el problema, sin despliegues mediáticos ni partes de «al alba con doce nudos y viento fresco de levante»? ¿Venció quizás la prepotencia a la prudencia?
Reitero que no estoy en contra de que un presidente de Gobierno decida mandar a una buena Unidad de Operaciones Especiales del Ejército para neutralizar a cinco uniformados marroquíes. Estoy en contra de que un ex presidente del Gobierno airee sus diferencias con su Estado Mayor de la Defensa. Porque sólo Dios sabe quién tuvo razón. Y vista nuestra reciente historia, hoy apelaría más a la prudencia que a la arrogancia.
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