
Cristina López Schlichting
Mi vecino

Antonio Ortiz ha resultado ser mi vecino de Hortaleza. Un barrio popular, de clase media, donde todavía existen descampados, los edificios suelen carecer de garaje, la M-40 hace un ruido infernal, los vecinos van al bar a ver el partido y mi niña Inés ha regresado sola del cole innumerables veces. El peligro estaba junto a la casa, apenas diez portales entre el mío, el 19 de Santa Virgilia, y el suyo, el 3. A esta guarida estima la Policía que llevó a varias de las crías, sedadas con orfidal disimulado en «chuches», para tocarlas y bañarlas después. En la película «Betibú», que les recomiendo, dice la protagonista –una periodista implicada en la resolución de un caso policial– :«La cercanía a los hechos plantea más preguntas que la observación a distancia». Qué cierto. El pederasta secuestró a la niña suramericana en el cruce que alberga mi cervecería preferida; soltó a otra, de cinco años, junto a los cines que frecuento, e intentó llevarse a una japonesita del parque por el que paseo. El cuarentón creció en Hortaleza y permaneció enfrente de mi supermercado y al lado de mi banco, un poco más allá del kiosco. Esta escalofriante proximidad –lo primero que he hecho es enseñar sus fotos a mi hija, por si acaso– subraya la sencilla humanidad del sujeto, su cercanía inmediata, su parecido. La tele y los medios distancian a los criminales, los revisten de sañuda notoriedad, hasta hacernos perder la perspectiva. No es un loco, ni un extraño. Es un vendedor de coches de segunda mano, divorciado, con un hijo y una novia suramericana, como cada cual. Tan corriente que adora el gimnasio y los «selfies», como todos nosotros. Tan inquietantemente familiar como para fijarse en nuestras niñas, sus vecinitas. Un inquilino entre miles, que apenas avanzó un paso más hacia el abismo.
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