Alfonso Ussía
Mientras preguntan, bebe
De cuando en cuando las normas y los formalismos obligan a formular excesivas preguntas cuyas respuestas, muy lánguidas en su reacción, casi nunca se producen. Tengo sabido que la Audiencia Nacional y la Fiscalía han preguntado a los médicos que examinaron a Bolinaga y abrieron el camino de su libertad regalada, por el estado de salud del enfermo terminal. Lógicamente, si hace un año el enfermo se encontraba en situación terminal y al día de hoy sigue vivo y coleando, cabe preguntar quién se ha equivocado. Si los médicos, si los jueces o si los responsables de Interior y Justicia. No son necesarias tantas preguntas cuando la respuesta está en la calle. Acudan a Mondragón a la hora del aperitivo o de los tibios vinos del atardecer, y comprobarán que Bolinaga se encuentra perfectamente. Fuerte, sonriente, paseante, dicharachero, muy dado al chacolí y con el apetito decididamente norteño. Ha engordado, acaricia las cabezas de los niños que pasan junto a él, lee la prensa, sigue los programas de «Euskal Telebista» con asiduidad, duerme plácidamente y amanece con el suficiente tiempo por delante para acicalarse y vestirse como establecen las costumbres sociales.
O hay que conceder a los médicos que se ocupan de Bolinaga el Premio Nobel de Medicina, o son unos mentirosos que exageraron por simpatías políticas el límite negativo de su estado de salud cuando fue puesto en libertad. Los que van a morir por un devastador episodio oncológico en «pocas semanas», no pasean todos los días por las calles y tabernas de Mondragón y se ponen morados a «chiquitos» y delicias chacoliteras. Alejandro Casona, el notable dramaturgo, estrenó con gran éxito una comedia titulada «Los árboles mueren de pie», algo cursi y pretenciosa. Como Bolinaga, aunque la mayoría de los enfermos terminales lo hagan en las camas de sus hogares o de los hospitales. A Bolinaga no le ha engordado la cortisona, sino las cocochas de merluza, los chipirones en su tinta, las pochas, el changurro y las tartas de manzana de manzano vasco, por supuesto. Su aspecto es saludable y prometedor, y muchos se preguntan qué hace en libertad semejante asesino con tan exhibida chulería. Sin padecer de una enfermedad terminal aguda, puedo asegurar que su secuestrado, su torturado, su enterrado en vida José Antonio Ortega Lara, tiene peor aspecto que él. Más de quinientos días en un agujero húmedo son muchos días. Ni en Treblinka, ni en Dachau ni en Aushwitz, ni en los campos de concentración de Stalin en Siberia, ni en las cárceles correctoras de Castro, Pinochet o Videla, se torturó a un ser humano como hizo Bolinaga con Ortega Lara. Previamente había asesinado a unos cuantos que no pensaban como él, que es el delito más condenable por los terroristas. Y ahí está, vino va y vino viene, chacolí va y chacolí viene, paseíto va y paseíto viene, mientras las peticiones y reivindicaciones de las víctimas del terrorismo aterrizan, un día sí y el otro también, en las holgadas papeleras del nacionalismo vasco.
Bolinaga está fuerte y recuperado. Su lugar no se ubica en la libertad, sino en la cárcel. Ahí se le trató muy bien. Como condenado en un Estado de Derecho tuvo todo lo que el negó a José Antonio Ortega Lara. Comunicaciones con su familia y amigos, visitas, comida, tratamiento médico, derechos y deberes. Cada vaso de vino que se toma Bolinaga en libertad con sus amigos y admiradores –que los tiene–, en las tabernas de Mondragon, es más que un insulto al Estado de Derecho. Es un mazazo en la cresta, una humillación constante.
Menos preguntas y más decisión. Bolinaga, a la trena. Y si se muere, que lo entierren, como a sus víctimas inocentes.
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