Alfonso Ussía

Móviles y Händel

La Razón
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Mis primeros conciertos, en los que acompañé a mis padres, fueron los matutinos de la Orquesta Nacional dirigidos por un niño prodigio italiano, Pierino Gamba. Cuando Pierino se convirtió en Piero Gamba, dejó de lado el prodigio y se convirtió en un director estrictamente correcto, sin especial relevancia. Recuerdo que en los entretiempos de las sinfonías de Beethoven, Brahms, Mozart o Tchaikowsky –a Pierino le encantaba dirigir el «Capricho Italiano» del genio ruso–, el público tosía y se aliviaba los diablos de la garganta. Cuando volvía a sobrevolar la música, aquel público constipado se mantenía en absoluto silencio, y al que tosía durante la interpretación, se le miraba muy malamente. Santiago Amón asistió a un ensayo de la Nacional dirigida por el gran director rumano Sergio Celibidache. En pleno éxtasis apoteósico de la Séptima de Beethoven, Celibidache arrojó indignado la batura al suelo y detuvo la orquesta. Se dirigió a uno de los profesores de percusión. «Si Beethowen escribió que tres toques con la espátula son los correctos, ¿por qué usted ha dado cuatro?». El percusionista se incorporó y abandonó su lugar en la orquesta. «Tiene usted razón, Director. Abandono la música». Y fuese. Era un hombre digno.

Es cierto que a los conciertos acuden muchos aficionados con ganas de toser. Puede ser una necesidad ordenada por los nervios. Me sucedió en San Petersburgo en el Teatro Marisnsky, donde se representó «El lago de los Cisnes». Cada vez que aparecía el cisne negro, el que no se muere nunca, me atacaba la tos. En los palcos, familias completas con niños de cuatro y cinco años. Eran ellos los más enfadados con mis toses. Abandoné la bellísima sala abochornado cuando el cisne negro resucitaba por tercera vez, y ya en los antepalcos, dejé de toser. Respeté a la orquesta, al ballet, a Tchaikowsky, y sobre todo, al público.

En Madrid, el pasado jueves, el director William Christie, que dirigía a su orquesta y coro «Les Arts Florissants» interpretando «El Mesías» de Händel, detuvo a la orquesta y coral durante un aria. Había sonado insistentemente un teléfono móvil en un palco inmediato al escenario. Ordenó callar al contratenor Carlo Vistoli, y se dirigió al palco donde se ubicaba el tonto del móvil: «Acaba usted de cargarse uno de los pasajes más bellos de una de las obras más hermosas jamás escrita. ¡Fuera de aquí!». Y el tonto del móvil abandonó el auditorio de Madrid avergonzado.

En el festival wagneriano de Beyreuth, sonó un móvil en los tramos finales del «Tanhausser», cuya duración supera las cuatro horas. El director detuvo implacable a la orquesta y la coral. Y después de echar con cajas destempladas al tonto del móvil en versión germana, se dirigió al público. «Una obra como ésta no se puede recuperar si no se toma desde el principio. Por lo tanto, iniciamos de nuevo el concierto». El éxito fue absoluto a pesar de la hora de su finalización, las tres de la madrugada.

No termino de entender cómo se permite entrar en una sala de conciertos al público con el móvil. Igual que existe el guardarropa, tendría que instalarse en todos los grandes teatros de ópera y salas de música sinfónica el «guardamóviles». Entre mil personas, siempre hay un necio al que se le olvida silenciar el maldito chisme. Y los hay que tuitean mientras se interpreta una sinfonía de Mozart. Nuestra sociedad es tan débil que sin conexión con las redes sociales se cree perdida y abandonada. Prefiere humillar a Händel o Schubert antes que perder su conexión con el mundo exterior, ese que se mueve en la grosería y la incultura y no sabe prescindir durante dos horas de su comunicación con la vulgaridad imperante.

¡Fuera!