Francisco Nieva

¡No, no!

Tendría yo unos catorce años cuando en sus «Notas de andar y ver» –título general de una serie de primeros artículos periodísticos de Ortega y Gasset– leí una observación muy divertida: en Biarritz, visitando la playa y el casino, Don José observa con estupor cómo las damas españolas exageraban el atuendo y el porte de las extranjeras, que llevaban el pelo corto, traje y camisa, e iban habilidosamente maquilladas. Las españolas se distinguían por ir pintadas como carrozas, más descotadas y cortas de falda que las demás y fumando sin cesar, como carreteros. Eran como caricaturas de la moda cosmopolita e internacional. Esto podía bien demostrar hasta qué punto éramos una sociedad primitiva y acomplejada, que no quería quedarse atrás. Y, en verdad, recuerdo que a esa misma edad yo vi bajar del tren, en la estación de mi pueblo, a un grupo de señoras que parecía saltar de la cama, con una camisilla descotada y cortísima, con descote de vértigo, «chapeau cloche» y pintadas como máscaras de burdel, en extremo turbadoras para un adolescente. Ellas serían «muy decentes», pero iban disfrazadas de «fulanas» y, ciertamente, la Iglesia ponía el grito en el cielo, pero ni maldito caso se hacía de sus estigmas y sus indignados reproches. Eran los tiempos de «El gran Gatsby» y del charlestón, en los que Josefine Baker bailaba desnuda, con sólo un cinturón de plátanos como taparrabos, celebrada como una diosa por el escritor Francisco Javier Martín Abril. Aquello estimulaba mis deseos sexuales y me invitaba a los mayores excesos masturbatorios, en el seno de una familia tan católica como la mía. ¡Bonita educación! Estos son los contrastes de España. Esa exageración desenfrenada de la cultura cosmopolita.

Es lo mismo que se produce en nuestros días con relación al teatro y a las libertades de su puesta en escena. El español, de suyo primitivo y atrasado, «oye campanas» y exagera su significado, lo lleva a sus extremos. Nuestros jóvenes profesionales, mal formados por mal información erudita, han equivocado su misión. Según el ejemplo de «los grandes», la «mise en scene» permite una serie de libertades con el texto de base que le confieren la unidad de estilo y de concepto que siempre distingue a una obra de arte. Pero siempre en servicio de éste, enfatizando sus virtudes y su mensaje, poniendo en valor cuanto es posible su mérito estético y literario, como así lo demostraron los famosos registas alemanes y rusos, Reinhardt, Stanislawsky, Meyerhold, que nuestro García Lorca imitó con acierto en su Teatro de La Barraca.

No es lícito que un señor escriba una comedia y que otro señor –el director de escena– la haga suya y la tergiverse de sentido, cambie personajes, introduzca otros nuevos y se sirva de ese material para expresar sus propias ideas: un atentado contra la propiedad intelectual y, por supuesto, un agravio constante a nuestros más ejemplares clásicos. Todo, con la plena aquiescencia del público y la crítica.

¡No, no! Me opongo de lleno y espero que esta bárbara paletería –vergonzosa recesión cultural, paralela con la política y económica– termine pasando con el tiempo, con suerte.