José María Marco

Nuevas expectativas políticas

La Razón
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Hoy en día, ningún partido político consigue representar a la mayoría de españoles. Y como los ciudadanos españoles no se sienten representados –mayoritariamente– por ninguna formación política, han dispersado su voto entre las diversas opciones. Cierto que hay un partido considerablemente más votado que los demás, pero no logra el apoyo suficiente para sacar adelante su programa. Ésta es una situación común en las democracias desarrolladas. En nuestro país también se ha dado con mucha frecuencia (1977 y 1979, por la mínima, 1993, 1996, 2004 y 2008), aunque el partido más votado solía tener un margen de movimiento más amplio que el que hoy tiene el PP.

La solución al puzle puede venir de la formación de un gobierno de coalición o en minoría, con apoyos y abstenciones externos, basado en un programa de mínimos comunes como el que sugirió Mariano Rajoy el pasado lunes. O bien, si nadie consigue este objetivo, se convocarán nuevas elecciones, con riegos importantes: la sensación de inestabilidad en un momento complicado como es la salida de la crisis, o una posible repetición de la actual situación porque en tan poco tiempo no se hayan renovado los liderazgos ni las propuestas.

La situación, en realidad, refleja algunos de los grandes problemas a los que se enfrenta nuestro país o –tal vez sería mejor decir– nuestros dirigentes políticos. El primero es la dialéctica partidos nacionales-partidos nacionalistas, que ha dificultado siempre la obtención de mayorías absolutas en las Cortes. Esta división ha vuelto con fuerza en el 20-D, que repite situaciones bien conocidas. Ni el bloque de izquierdas ni el de derechas consiguen mayoría por sí solos. El problema se agrava, claro está, porque en Cataluña han desaparecido los llamados, con muy buena voluntad, «nacionalistas moderados». El independentismo lleva a la imposibilidad de repetir antiguas alianzas. Los partidos nacionales están solos ante la gobernación de una nación que se niegan a pensar y, por si fuera poco, enfrentados a sus propios prejuicios antinacionales, evidentes en la relación PSOE-PSC y en la movida de Podemos. A este problema clásico en la gobernación de nuestro país se añade otro. En los últimos años, hemos padecido –y a veces nuestros compatriotas se han entusiasmado– con la demagogia de lo nuevo contra lo viejo, los jóvenes contra los mayores. Ha sido una reedición de la retórica noventayochista, que nos lleva a comprender las crisis políticas como una nueva escenificación de la que, hace cien años, llevó a nuestro país a dos dictaduras, una república desquiciada y una guerra civil. Todos los partidos –a veces flirteando con el suicidio– se han adherido a esta retórica barata, pero hay dos que la han levantado como bandera: las elites indignadas de Ciudadanos y los indignados bolivarianos, peronistas o, más simplemente, comunistas. Habiendo planteado esa premisa como clave de su identidad, era de esperar que tuvieran muchas dificultades para colaborar en algún pacto o coalición de gobierno que dé la impresión de que todo desemboca en la permanencia de lo «viejo». Como era previsible, el regeneracionismo va a dificultar la gobernación de nuestro país.

Estos problemas se añaden a una situación propia de nuestro país. Y es que el eje tradicional izquierda-derecha, que funciona aquí como en cualquier democracia liberal, se tiñe de una muy especial querencia guerra civilista según la cual el Partido Popular es un enemigo de la democracia. Que sea una posición retórica no le quita efectividad. La izquierda gobierna contra el PP, contra lo que el PP representa. Cualquier cosa que venga del espacio de la derecha está automáticamente descalificada en cualquier terreno. Son legítimos y deseables, en cambio, los cordones sanitarios o, como ahora mismo en la pequeña mente, tan correctamente programada, de Pedro Sánchez, cualquier posible coalición de gobierno destinada a impedir que el PP siga en el poder. La izquierda española, de una manera instintiva, básica, y de lo más aparentemente sofisticado a lo más burdo, se define por eso. «Nunca mais». Si antes era prácticamente imposible cualquier alianza que no fuera con los nacionalistas, hoy la cosa se ha puesto aún más difícil.

Las elecciones anticipadas, si las hay, serán la consecuencia de la dificultad para superar estas costumbres. Nuestro país ha cambiado mucho desde 2008. La sociedad española es más flexible, más abierta, más exigente, más ambiciosa y solidaria: también más consciente de su nacionalidad.

Las éites políticas, que parecen vivir en otra época, van a tener que adaptar las propuestas, las actitudes y los discursos a una situación que ya no es la de antes. A veces lo más difícil de cambiar son los usos de los que creen que dirigen una sociedad.