Enrique López

Oclocracia y populismo

La Razón
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Dicen que una de las razones que llevaron a Sócrates a la muerte tras su condena por la justicia griega en la época de Pericles, fue su abandono del sofismo como una mera técnica de trucos verbales para ser utilizados por los políticos de turno, buscando una auténtica fundamentación moral de la política. Quizá porque ya concibió lo que más tarde conceptualizó Aristóteles como una de las tres formas de degeneración de la democracia, la tiranía, la oligarquía y en este caso la oclocracia. La democracia es el gobierno del pueblo que con la voluntad general legitima el ejercicio del poder, mientras que la oclocracia es el gobierno de la muchedumbre, esto es, de la masa o gentío. Esta última deja de ser la representación de la voluntad mayoritaria formada a través de elecciones libres, para pasar a ser una especie de agente político confuso, injuicioso o irracional, que carece de capacidad de autogobierno, abandonando los presupuestos necesarios para poder ser considerado como eso que se denomina «pueblo», en nuestro caso pueblo español, único titular de la soberanía popular. Se trata de una de una desnaturalización de la voluntad general, que deja de ser general tan pronto como comienza a presentar vicios en sí misma, encarnando los intereses de algunos y no de la población en general. A esto hoy se le denomina populismo, sistema político que sustituye la voluntad general del pueblo en su acepción constitucional, por eso que siente el gentío o masa que tiene mayor proclividad para manifestarse en la calle, y por ello pereciendo más presente y falsamente representativo. Pero no nos engañemos, esta muchedumbre política suele tener detrás líderes con rostro y proyecto, que aspiran a llegar al poder para revolucionar el sistema soslayando los pactos básicos, algo que puede resultar muy peligroso.