Ángela Vallvey

Paloma

La Razón
La RazónLa Razón

Todos conocían a Paloma Gómez Borrero, pocos sabían que su sonrisa era auténtica. Que aparecía en su rostro brillante y lleno de luz porque su alma desprendía tanta claridad que no le cabía dentro. Por algún sitio tenía que salir. Lo hacía a través de sus ojos, que chispeaban como los de una niña traviesa, a quien todo le parece divertido y lleno de posibilidades interesantes. Paloma no tenía que hacer ningún esfuerzo por vivir. Nació aprendida, sabia, alegre, buena. Era una bella magnolia de acero de los astilleros. Un regalo para quienes la adorábamos. Mi compañera infatigable de viajes, aventuras, de trabajo y parrandas. Un día le dije que quería volver a la universidad y decidió introducirme en Harvard, nada menos. (Con un par). Estoy tan desconsolada por su pérdida que no sé si casarme con su viudo (Alberto, que, además, es maravilloso) y adoptar a sus hijos. Que no sé qué hacer para cuidar de su memoria.

Otro día comentábamos juntas en la tele un suceso sangriento. Oyendo los detalles íntimos de la víctima, cuya privacidad fue atropellada frívolamente de la misma manera que su derecho a la vida, me dijo por lo bajinis: «Yo no quiero morir asesinada, para que luego digan mi edad en todos los periódicos...» (Ay, Paloma mía. Si tú supieras...).

Hablaba el lenguaje de los Papas, también el de los pobres, las pijas y los humildes, los señorones o los guardias de tráfico. Dominaba incontables idiomas: alemán, esperanza, español, humor, italiano, optimismo, inglés, consuelo... conocía los dialectos arcanos del alma humana. Era diplomática. Comprendía el dolor de vivir, su espanto y asombro, su fulgor. Cuando pienso en ella me noto rota, enfadada y macarra ante la injusticia y levedad de la existencia. Luego, me desmorono y me pongo tierna y más cursi que un pompón. Intento consolarme pensando que ha partido de gira a tierras lejanas, a firmamentos remotos, que ahora tengo un enchufe con ella en los cielos, donde ejercerá de primera mujer reportera. Pero siento lo mismo que si me dijeran que nunca podré volver a leer un libro, oler la hierba, o pensar en la vida de noche recitándole versos a la luna a media voz. Desde que ella no está, el mundo ha cambiado: es peor y, además, contiene mi tristeza. Me parece que veo la vida desde una ventana rota.

Adiós, mi Palomita querida. Como siempre: vuela alto...