Alfonso Ussía

Pesadumbre

La Razón
La RazónLa Razón

En el norte sucede. Sol radiante, ninguna nube en lo alto y de improviso un golpe de viento que viene de otoño. Anuncio de la pesadumbre. Todo termina para que vuelva a empezar, pero desde el fin al principio, demasiados meses de lucha y trabajo entre ruidos, asfaltos y manifestaciones. Madrid es la ciudad con más manifestaciones del mundo. «Sí al gorrión, no a la cotorra», «No al gorrión, sí a la cotorra». Se cruzan los partidarios de gorriones y cotorras, se insultan, se amenazan y no reparan en que en el gran plátano o la acacia callejera, conviven sin problemas gorriones y cotorras. De formar parte de alguno de los grupos, estaría con los primeros. Siempre un sí al gorrión, un «se están pasando» a las cotorras y un no rotundo a las palomas, aves de muy reducido nivel de educación. Nada tiene que ver una paloma torcaz con una paloma de ciudad. Llegaba con retraso don Santiago Ramón y Cajal a una importante reunión de médicos que se celebraba en el Café Central. Y llegaba tardío porque se había entretenido entreteniéndose con una bellísima entretenida. Era un grande de la ciencia y del puterío. Se descubrió cinco pasos antes de entrar en el café, y sintió en su occipucio el impacto y posterior deslizamiento hacia su cogote de un volandero excremento palomero. Los doctores que le aguardaban repararon en la extrema indignación de maestro. Don Santiago era preciso, sintético y elegante en el uso del lenguaje, de ahí que sorprendiera a los reunidos su saludo. «¡Estoy hasta los cojones de las palomas de Madrid!». Lo cuenta divertido en su opúsculo memorialista el doctor Valderas. Al llegar a su casa, su mujer le preguntó: -¿Qué te ha parecido don Santiago? ¿Qué ha dicho?-. –Me ha parecido muy irascible y lo único que ha dicho es que está hasta los cojones de las palomas de Madrid-. –Pues me parece –sentenció ella- que hemos hecho el viaje en balde-.

En Madrid vive un excesivo número de palomas. No hay tantas como en Venecia, pero su presencia empieza a ser alarmante. Quien escribe ha experimentado en alguna ocasión la misma sensación desagradable que padeció don Santiago Ramón y Cajal, y puedo asegurar y aseguro que se le toma bastante manía al volátil bicho, también llamado «rata del aire». Paseaba por El Retiro con su Alcalde Honorario Antonio Mingote – nombrado por el Viejo Profesor marxista que respetó la Historia de Madrid–, cuando advertimos a una señora de avanzada edad que pugnaba por librarse de unas palomas agresivas a las que, previamente, había dado de comer. Las palomas, al finiquitar con los cacahuetes, decidieron proseguir su ágape con los dedos de las manos de la señora, y de ahí pasaron al ataque. Ella gritaba mientras las palomas tomaban posesión de todo su cuerpo, y apareció el guarda. Al ver al guarda, las palomas desaparecieron inmediatamente. Acudimos en su socorro, y ante nuestra sorpresa, el guarda le metió un chorreo a la mujer de órdago y señor mío. -Se lo he dicho muchas veces. A esta gentuza no se le puede dar de comer-.

Asfalto, cemento y palomas con gastroenteritis. De ahí la melancolía que me ha sobrevenido cuando he notado, inesperadamente, el golpe de viento con aspecto de otoño. Empiezan a adoptar los hayedos un tono de inicial cansancio. En noviembre serán maravillosas manchas bermejas, y ya en diciembre, desnudos bosques detenidos. Como los robledales y los castañares. No he visto volar por encima de mi paraíso en todo el verano a una sola paloma. Sí patos, garzas, águilas, ruiseñores, chochines y sobre todo, jilgueros. La vida está donde los jilgueros vuelan, y en Madrid no es fácil toparse con alguno de ellos. El jilguero elige bien sus sitios y dominios. Los gorriones urbanos se confunden con los grises de los rascacielos, las cotorras invasoras han perdido la brillantez de sus verdes tropicales, y las palomas se desahogan sobre las cabezas de los viandantes como si todos ellos las tuvieran como don Santiago Ramón y Cajal.

Han llegado los días últimos de agosto, los de la melancolía y la pesadumbre. Son los días en los que uno piensa si merece la pena vivir en una ciudad tan amada como inhóspita. Deseos de renunciar a la propia cuna y abrazar para lo que reste de vida la armonía de los valles.

Malvadas, malditas y puñeteras palomas de Madrid.