José Luis Alvite
Pisadas de hule
No diré que admiraba a José Luis Sampedro sólo por su obra literaria, que conozco de manera poco concienzuda. Me gustaba ese hombre porque había envejecido con absoluta lucidez y ajeno a la dichosa vanidad, prudente y humilde, como si temiese que le echasen en cara su longevidad en este mundo banal y trepidante en el que son muchos los que razonan sin haber pensado y eructan si haber comido, casi tantos como los que creen que un hombre deja de ser interesante cuando se le cansan los brazos al partir la leña para la chimenea. Estaba tan delgado que casi no había ropa de su talla, pero su voz cerró unas cuantas bocas y tuvo el arranque de emplear en su rebeldía de indignado el aliento que otros en su posición habrían empleado en el contrasentido de enfriar la boca. A lo mejor hay gente que ha descubierto al escritor al leer la noticia de su muerte, porque en este país no es frecuente el elogio de la vejez inteligente y habrá quien se sorprenda de que el casi centenario José Luis Sampedro haya sobrevivido a esa edad con tantos años y sin que ningún hospital haya sido capaz de acabar a tiempo con su vida. En una ocasión dijo algo así como que la guerra suele resolver aquello que no pudo remediar la economía y enseguida comprendí que la voz fluctuante de aquel tipo flaco estaba afinada en la sabiduría de una experiencia rebosante de lucidez. Y lo dijo sin aspavientos, entre los paréntesis de dos ortográficos carraspeos sin flema, como si supiese que su inteligencia no sería ese día noticia, consciente de que, por lo que sea, en este país la voz de un hombre sólo se considera relevante si hace por lo menos tanto ruido como la de su perro. Supimos de su muerte cuando ya estaba incinerado. Se marchó sin hacer ruido, encaramado como humo de lana en sus pisadas de hule...
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