José Antonio Álvarez Gundín

Pobreza infantil, miseria política

De todas las reyertas políticas incubadas por la crisis, la más repugnante es la que ha tomado como rehenes a los niños empobrecidos. Los profetas del estallido social, decepcionados porque la economía parece mejorar y al Palacio de Invierno sólo lo asaltan los turistas, se aferran a la pobreza infantil como al cuerpo del delito, al que desearían fotografiar con el vientre hinchado y comido por las moscas para arrojarlo a los pies de Rajoy, he ahí el cadáver del austericidio, mientras a sus espaldas aletea un buitre con puro y chistera. Por imágenes así hay navajazos en la izquierda populista, donde la competencia por epatar a las buenas conciencias alcanza la ferocidad de los tiburones. Si por un pobre, un voto, por un crío en andrajos, dos.

Nadie que no sea un insolvente o un cínico puede negar que la pobreza ha crecido en los últimos seis años, con efectos devastadores para el eslabón más débil de la cadena, los niños. Pero no es verdad que la mayoría de ellos pase hambre o padezca desnutrición, extremos que no conviene confundir con la malnutrición o la alimentación desordenada. Cuando Caritas y Unicef hablan de deficiencia alimentaria no se refieren tanto a las carencias como a la baja calidad de las comidas, lo que no siempre es achacable al desempleo o el recorte de los subsidios. En las estadísticas hay un dato que suele ocultarse, tal vez con la mejor intención, pero cuyo conocimiento resulta ilustrador: el sector más golpeado es el de los emigrantes y los que tradicionalmente habitan en la frontera de la marginación. Son colectivos que no cuentan con la red familiar que, en situación parecida, permite a miles de españoles sortear el lado más dramático de la crisis; que carecen también de arraigo vecinal y arrastran una estructura conyugal fragilizada. Por necesidad, pero también por rasgos culturales propios, estos colectivos suelen delegar en los colegios y en las ONG la alimentación básica de sus hijos como algo casi natural. De ahí que a las autonomías se les reclame comedores escolares en verano. Sea como fuere, lo único cierto es que esos críos necesitan del cuidado vigilante de las administraciones, empezando por los ayuntamientos. Lo inaceptable es que se enzarcen entre ellas y se arrojen, como si fueran mendrugos de pan, pedradas de demagogia a cuenta del criterio de reparto de fondos o de sus cuantías. Lo razonable es que acuerden un plan conjunto y sumen dineros y esfuerzos. Como es natural, se trata de proveer a los críos de algo más que de comida: formación, integración e iniciativas para que no se hundan en la maginalidad. Mientras tanto, que las politiquerías y los demagogos se tomen vacaciones indefinidas.