Alfonso Ussía

Por Andújar

La Razón
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Los chinos, que son una barbaridad de chinos, llevan obsesionados con la virilidad masculina desde que son chinos, que lo son desde hace una barbaridad de años. Lo que menos me gusta de los chinos es su permanente enigma. Todo lo hacen desde las sombras y los gestos nublados. Pero la instalación inesperada de un grupo de chinos siempre conlleva la sospecha del dinero. Un chino jamás llega en soledad. Los chinos, en ese aspecto, tienen muchos puntos coincidentes con nuestros queridos vascos. Individualmente no destacan. Un remero vasco, en la soledad de la barca y la mar, es simplemente un remero. Si se juntan, se convierten en titanes. De ahí las regatas de traineras. Los vascos pescaban las ballenas en trainera, y un buen día, para decidir a qué municipio pertenecía la isla de Ízaro, inventaron las regatas, que en los veranos se convierten en la gran fiesta de las costas guipuzcoanas, vizcaínas, montañesas, asturianas y gallegas. Un vasco siempre canta bien, con oído y voz rotunda, pero un orfeón vasco es sublime. El individualismo es más castellano, extremeño y andaluz. He patinado. Mi intención era escribir de los chinos, no de los vascos, pero siempre viene bien hacerlo porque los llevo en el alma. A los vascos, no a los chinos.

Desde hace pocos años, Sierra Morena, la más romántica y prodigiosa de nuestras sierras, está en el punto de mira del interés de los chinos. Ha desaparecido prácticamente la caza furtiva en pos de la carne de las reses. Los chinos han descubierto que las cuernas de los venados guardan una sustancia milagrosa para sostener en el hombre aquello que se cae cuando los años mandan. Pulverizan las cuernas, y ese polvo mezclado con una sustancia que sólo conocen los chinos, se vende a precio de oro en los mercados de esa nación tan grande como sospechosa. Y unos grupos de chinos se han llegado hasta Sierra Morena.

Olivares superados, desde Andújar, la sierra nace y las dehesas movidas se alzan hasta convertirse en monte cerrado. «El Horcajuelo», «El Cerro del Moro», la «Dehesilla de Rojas», «La Virgen», «La Dehesa de los Curas»... Todos, campos cuidados, afligidos por el calor, ahogados de lluvias cuando el invierno llega, dominados desde lo alto por el santuario de la Virgen de la Cabeza, esa Virgen enroscada en el corazón de los guardias civiles, que supieron defenderla hasta la heroicidad en la Guerra fratricida.

Allí viven, en sierras y dehesas, además de jabalíes arochos y linces en expansión, miles de venados y gamos. El polvo milagroso lo llevan los venados, y cuando quedan ridículamente desnudos y dejan sus cuernas en el suelo del monte, se forman las partidas de furtivos que venden a los chinos lo que los chinos también venden a otros chinos, los cuales, cumplidas las fórmulas, venden a su vez a millones de chinos con las esperanzas de la pasión en trance de desconsuelo. Los guardas que cumplen con su deber, se juegan la vida. Otros se cubren los ojos para no ver. La Guardia Civil carece de efectivos suficientes para abarcar la inmensidad de la sierra, y las autoridades sólo permiten a los guardas llevar unas carabinas que más parecen piezas del «Museo del Tempranillo» que armas disuasorias. Hay guardas amenazados de muerte, y con ellos, sus familias. Cuando los chinos montan un negocio, sólo el negocio importa. Los viejos furtivos, delincuentes reincidentes de la zona trabajan para ellos. Las cuernas robadas se amontonan en enormes camiones que viajan hasta la costa levantina. Allí se pierde la mercancía. Se pagan hasta cuarenta euros por kilogramo de cuerna desmochada o cortada de tajo a un ciervo en su esplendor. Los buitres lo agradecen. Ya no trabajan desde el aire. Esperan y acuden cuando los furtivos escapan y la res yace muerta para aliviar la impotencia de los ejecutivos de Shangai.

Eso está sucediendo en España. En sus sierras. Todos los días. Viene ahora el fabuloso período de la berrea, el gran concierto serrano. Serrano o serreño, como gustan llamarse los que nacieron en el duro paraíso. Decenas de guardas honrados, que apenas pueden defenderse, están señalados. No les permiten llevar ni armas de fogueo para defender sus tierras encomendadas. Millones y millones de euros han gastado los propietarios de los campos para aumentar, sostener y perfeccionar la caza en España. Terminada la Guerra Civil apenas quedaba vida en nuestras sierras. Hoy está en peligro el futuro, no por la caza, siempre necesaria para mantener el equilibrio natural, sino por los chinos, que han descubierto que sus pitos reaccionan con alaridos gracias al polvo de las cuernas de nuestros ciervos.

Algún día, las autoridades se apercibirán de su error. Ya no quedarán guardas desarmados ni ciervos a abatir. Y en China, la gran orgía.