Historia
Preludio de primavera
Ahora que estamos en el pórtico azul de la primavera es hora de que salgamos de nuestro ensimismamiento y de nuestros oscuros refugios invernales –¡ay este invierno interminable de España!–, juntemos nuestras manos y sonriamos. Reanimémonos tras el invierno como los animales del bosque, como los frutales que empiezan a brotar, como los espinos de flor blanca, los bizcobos y escaramujos de los ribazos, las violetas y los lirios del costero. Si es preciso, bebamos vino y cantemos, que el que canta sus males espanta. Huyamos de los aguafiestas, aguachirles, agoreros, cenizos, rascatripas, rencorosos, victimistas, resentidos, amargados, tristes... Respiremos el aire limpio, aromado con las primeras flores de los almendros, de las mimosas y de los ciruelos morados llegados de la India. Los días se alargan y el amor vuelve a florecer en los bancos del parque. Liberémonos por un momento de la cruda realidad, esa entelequia que cambia de color según quien la pinte. Hagámoslo sin mala conciencia. Recuperemos de este modo la experiencia imborrable, inscrita en nuestros genes, de la inocencia que precedió al pecado original. Aún se nota, si uno se fija bien, esa huella sagrada en los pueblos abandonados, en las parameras solitarias, en las veredas del monte silencioso, en el riachuelo de agua limpia o en la cara de los niños recién nacidos.
Si no la inocencia, recobraremos al menos el resuello. Una voz interior nos dice: «¡No todo está perdido, vendrán tiempos mejores!». Ya veremos. Lo que propongo es, ni más ni menos, una evasión sigilosa. Ya habrá tiempo, si es necesario, Dios no lo quiera, de retomar las hachas, los gritos y las lágrimas. Démonos una tregua. Desertemos por un día de esta guerra, aunque nos señalen con el dedo los nuevos inquisidores, que están por todas partes, en los lugares más insospechados, y que aumentan sin cesar, lo mismo que los abantos y quebrantahuesos en el monte al olor de la res muerta. Cambiemos, pues, de escenario por terapia elemental. Nos espera Fray Luis, que huyó del ruido del mundo y plantó un huerto con sus propias manos en la ladera del monte. Seguramente, había aprendido el oficio de hortelano en «La Flecha», la espaciosa huerta de los agustinos calzados en Salamanca. Es el preludio de la primavera. ¿Veis? «El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada...».
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