José María Marco
Pudimos
Las elecciones norteamericanas de medio mandato, celebradas a los dos años de las presidenciales, están pensadas para equilibrar el poder del Ejecutivo. Así ha ocurrido ahora, aunque quizá estas elecciones han sido particularmente tácticas y de confrontación. Así que de ellas no se deduce con claridad lo que puede ocurrir dentro de dos años, cuando Obama deje la Casa Blanca. Una cosa sí resulta evidente, sin embargo. Y es que seis años después de su llegada a la presidencia, el proyecto de Obama de dar un vuelco a la sociedad norteamericana no se ha cumplido. El presidente ha hecho muchas cosas, y muchas de ellas relevantes. Ha contribuido a enderezar la economía norteamericana, con una sociedad cada vez más dinámica e innovadora que sigue, de hecho, cambiando el mundo (otra cosa es que lo haga para bien). Ha puesto en marcha un programa de reforma de la sanidad que, una vez abandonado el gran objetivo socialdemócrata de seguridad social a la europea, contribuirá a solventar el problema de los millones de personas sin seguro médico mediante la colaboración entre el sector público y el privado. Y ha marcado un rumbo nuevo en política exterior: Estados Unidos ha dejado de tomar la iniciativa fuera de sus fronteras para dejarla a quienes son los auténticos protagonistas de los conflictos. No hay decadencia norteamericana en todo esto. Hay avances, y nuevas perspectivas.
En cambio, Obama no ha podido solucionar la integración de los inmigrantes ilegales, en particular la de los hispanos. Tampoco ha conseguido acabar con la cuestión racial. Su mesianismo, muy norteamericano, habrá contribuido a enquistarla sin reducir –al revés– la dependencia y el atraso de la minoría afroamericana. Sobre este último punto gira, probablemente, todo el resto. Obama, que no es un extremista, se abrió paso con un discurso de un dogmatismo ideológico propio de un profesor universitario, ajeno a los usos norteamericanos, pragmáticos y negociadores. La comunicación política, de la que tanto presumió su equipo y que tan beata admiración suscitó en su momento, le habrá acabado jugando una mala pasada. En estos momentos, en vez de ser el presidente que encauzó un cambio profundo y positivo en su país, es el presidente de los de los ideales fracasados, de los sueños rotos y de los corazones (izquierdistas) desconsolados. Obama jugó la carta del radicalismo demagógico y tropezó con la realidad. Entre otras cosas, siempre hay alguien más radical. A menos que cambie de actitud, la realidad le amargará los dos últimos años de su mandato.
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