Enrique Miguel Rodríguez
Puerto de Santa María
He referido mil veces que mi madre fue la menor de 15 hijas. Mi abuelo, entre fino y fino, buscó afanosamente el varón sin conseguirlo. Por tanto, mi madre tenía sobrinas mayores que ellas. Mis primos hermanos eran señores muy mayores en mi infancia. Mi madre para mí sigue viva siempre, aunque ya hace más de 12 años que se instalara en un balcón del cielo con vistas al Puerto de Santa María –porque mi madre tuvo la suerte de nacer en tan privilegiado lugar, algo que ha sido motivo de grandes alegrías en mi vida–. Mi familia de El Puerto ha sido la que te hace comprender que significa ser familia, los lazos de cariño, de complicidad de manos siempre abiertas que se crean a través del tiempo. Encarna y Antonio, mis tíos; su hija Ángeles, bella desde la cuna, admirable todos los días de su vida; qué decir de su esposo Manolo, directivo de empresas bodegueras, divertido pero con autoridad, generosos ambos; ellos son los padres de los que siempre he llamado mis primos de El Puerto. Son mi infancia y mi juventud, los veranos en los que nunca se acababa la alegría. Nueve entre chicos y chicas. Encarnita, la mejor, se fue demasiado pronto. Siempre vuelvo al Puerto. Además no hay año que no se case uno de los hijos de mis primos. Este año, a finales de junio. Así pasó, con lo que disfruté de unos días maravillosos que nos volvió a reunirnos a todos, cosa que llevamos haciendo hace más de 50 años. Estuve sentado con Ángeles –que veía a sus más de 80 años a otro nieto casado–. Hablamos mucho, hicimos como un repaso de familia. Hoy escribo este artículo desde un balcón frente al río Guadalete porque estoy en El Puerto. Vengo al entierro de mi amada prima Ángeles. A mí no se me muere nada con su muerte, al contrario, se me encienden todas las luces que gracias a ella y a su gente llevo en mi interior a través de mi ya larga vida.
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