José Antonio Álvarez Gundín
Pujol sólo es el primero
De Montoro resulta admirable el gozo que transmite cuando habla de impuestos y despliega ante el auditorio sus comandos tributarios en orden de combate. Como Eliot Ness, que elevó el fraude fiscal a categoría de delito de sangre para despachar a Al Capone, parece disfrutar sembrando el pánico entre los sospechosos habituales con sutiles amenazas: una granada de fragmentación no causaría tantos estragos entre los contribuyentes. Le entusiasma saber que sus intervenciones provocan ataques de ansiedad, como la del martes en el Congreso sobre Jordi Pujol. Que le haya llovido toda clase de críticas demuestra que dio en el clavo. Le faltó, sin embargo, una pizca de provocación para rematar con la frase que no se atrevió a pronunciar: ¿por qué los nacionalistas la llaman independencia cuando quieren decir impunidad?
Quienes pretenden reducir el escándalo a una cuestión personal trabajan en vano. El juicio a Pujol transciende el fraude fiscal para convertirse en un juicio moral al moderno nacionalismo catalán, del que fue padre fundador, gestor y máxima autoridad ideológica. En su jefatura han confluido los clanes nacionalistas que han dirigido Cataluña desde hace 30 años: el clan familiar que ha parasitado con mucho provecho el aparato autonómico; la secta de Convergencia, cuyos dirigentes se han repartido carteras, presupuestos y prebendas; las élites empresariales, sindicales y culturales que, a cambio del favor público, han cedido a la «mordida», la comisión ilegal y el vasallaje. Y, sobre todo, es el padre putativo de Artur Mas, al que designó como heredero después de haber probado su complicidad como conseller de Economía, Obras Públicas y Hacienda. Con un currículum así, Más está condenado a suceder también a Pujol en el banquillo judicial. Es inverosímil que no estuviera al corriente de las tropelías y pelotazos de la tribu, muchos de cuyos miembros ya han sido imputados. Que Mas se haya mantenido puro y virginal en medio de tanta podredumbre resulta tan increíble que, de confirmarse su inocencia, el obispo de Solsona debería promover su beatificación. Quienes se han escandalizado por la demoledora intervención de Montoro es porque se niegan a admitir que el caso Pujol es la estación término de un tren nacionalista que, tras perder el blindaje de la impunidad, se ha lanzado al choque suicida contra el Estado. El viejo patriarca no es el único que ha de sentarse ante el juez: también han de hacerlo los dirigentes del vasto entramado nacionalista que han utilizado a Cataluña para llenar sus bolsas y a los catalanes como braceros. Pujol es el gran símbolo, pero su juicio sólo es el principio de la gran catarsis moral que necesita Cataluña.
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