Cristina López Schlichting

Puta española

Al doctor Carlos Ballesta –cincuenta años de brillante carrera de cirugía en Cataluña– lo han llamado «puto español» esta semana, en un restaurante chic. Tenía tal sofoco el hombre, que me llamó para contármelo. Al pobre, se le había ocurrido explicar a sus compañeros de mesa que la gente del resto de España evita la clínica Teknon de Barcelona –que él dirige– porque encuentra más amable la Teknon de Granada. Y hete aquí que se levanta una señora y lo insulta. Carlos Ballesta, que además de médico y caballero es notable escritor, tiene la desgracia de sentirse catalán y español. Nació en Canarias de casualidad, de madre almeriense y padre murciano, estudió en Granada y Barcelona y en la Ciudad Condal ha triunfado laboralmente y tenido a sus hijos y nietos. Está tristísimo y encuentra muy duro el clima actual. Los de Ómnium Cultural y la campaña independentista están, por el contrario, muy alegres. Cobran buen dinero por sus trabajos y subrayan que el «proceso catalán» se hace con humor. Les importa poco el que está en su casa pasándolo mal o recibe insultos. Hay quien dice que los acorralados han de salir a la calle, pero no estoy segura. Las leyes que nos dimos en la Transición, y votaron también los catalanes, les amparan. Están protegidos por la Constitución, el Código Penal, la Policía y todos los españoles. ¿Por qué han de defender que otros dejen de conculcar las normas? Dicen los del Valle de Arán que, si Cataluña se independiza, ellos exigen poder elegir entre España y el nuevo estado. Naturalmente, es lo mismo que han de dejar claro Tarragona, Sabadell o Sitges. Si no hay ley que valga, tampoco la catalana. Durante décadas hemos asistido asombrados al incumplimiento de las leyes en Cataluña, sobre la bandera, la educación o lo que hiciese falta. ¿Puede extrañar ahora que se sigan incumpliendo? La corrupción –en todas las tierras españolas– muestra a las claras el desprecio que hacia las normas –de Hacienda, de Tráfico o lo que sea– ha cundido entre nosotros. A mí, francamente, la debilidad del Estado de Derecho me da un miedo grande. Recuerdo mi desconcierto en Kosovo o Albania, donde se podía matar a un hombre sin que nadie moviese una ceja. Ni policía, ni jueces, ni militares. Me acuerdo del alivio al bajar del avión y pensar que aquí, no es que estuviese protegida mi integridad física, es que ni siquiera se me podía decir «puta española» sin que entrase en mi defensa el sistema. Ahora se lo han dicho a Carlos Ballesta y nadie ha pestañeado.