Iñaki Zaragüeta
¡Qué decepción, lendakari!
Me lo decía mi padre, ejemplo de honradez: «Si nunca esperas nada de nadie, nunca te decepcionarás». No sé si lo aprendió de la vida o en los libros. No debí hacerle caso a la totalidad del mensaje cuando ayer el lendakari Íñigo Urkullu –esperaba actitudes más dignas de él– me trasladó la gran decepción de equiparar los asesinados por ETA con los muertos de la banda. Elevar a la misma categoría de víctimas a todas ellas equivale a menospreciar a las primeras e intentar dignificar a las segundas.
Una persona como yo y como millones de españoles que vivimos en directo la etapa de la Transición, cada vez vamos quedando menos, a la que acogimos exultantes y con esperanza, comprendemos los pasos obligados para la concordia. Eso no impide, por dignidad, trazar una «muga» entre lo necesario y lo inaceptable. Porque inaceptable, incluso perverso, es menospreciar la sangre inocente derramada.
Se puede pedir a la víctima la grandeza del perdón, el olvido si se apura hasta el extremo, pero es indigno predicar el «reconocimiento integrador de todas las víctimas, al margen del signo de la violencia que las haya producido», como ayer reclamó el presidente del Gobierno vasco. Menos aún cuando ETA ni ha entregado las armas, ni se ha disuelto, ni ha pedido perdón, ni sus miembros se han puesto a disposición de la Justicia como una muestra de buena voluntad para eliminar el terror en todas sus vertientes como instrumento de actuación en la democracia española.
A Urkullu le faltó exigir a la organización esas cuatro prioridades antes de su perorata. Así es la vida.
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