Río 2016

Secuestro frustrado

La Razón
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El sol caía a plomo en la explanada donde los autobuses aguardaban alineados para trasladar a miles de periodistas hasta Maracaná. Eran las 15:45. La ceremonia empezaba a las 20:00. Menos mal que antes de salir del hotel cambié el repelente de mosquitos por el protector solar. La ausencia de melanina, o sea, el vitíligo, exige casi tantas precauciones como un ataque de aedes, variedad zika, entre quienes padecemos esa merma. A las 16:04 estábamos sentados. Arrancamos. Tiempo estimado para destino: 40 minutos. Habrá tiempo para comer algo más que panchitos... A tres kilómetros del estadio, despliegue nunca visto. Fuerzas de ocupación han tomado el recinto.

Imponente y majestuoso, ahí está el estadio del gol de Zarra. Nos aproximamos y el conductor giró a la izquierda. Estábamos ahí, olíamos el incienso de la historia, aroma de goles, «maracanazos», futbolistas de leyenda, la historia, en suma. El auriga hizo caso omiso de la llamada de la lírica, de la épica, del mito y lo rodeó dos veces, entre la impavidez de policías, guardias nacionales, de la prefectura, municipales, antidisturbios, soldados dispuestos para el ataque como si fuera la guerra.

Frente a tanta seguridad y tanta restricción, el autobús se perdió. De no ser por el rostro crispado del conductor, atribulado y contrito, podía haber sido interpretado como un secuestro, el más fácil y tonto del mundo. Atrapados en una ratonera, sin rastro histórico alguno, varados en un atasco impropio de una ¿ciudad olímpica?, un japonés con aspecto de líder, no un kamikaze, llegó hasta el conductor y le ordenó que abriera la puerta. Saltó a la calle, alcanzó un coche de Policía parado en ese submundo unos metros por delante. Imploró, suplicó a los guardianes del orden público que se situasen delante del mamotreto con ruedas y abriesen paso hasta Maracaná.

Volvió a montar. Y el conductor, alelado y perplejo, obedeció sus instrucciones: «¡Siga a ese coche de Policía!». Lo hizo; pero no había persecución que valiera porque el atolladero era de época. Los coches, los ómnibus, las motos, los transeúntes, no se evaporaban. Unos metros más adelante, uno de los policías subió e indicó al conductor, que sudaba a chorros a pesar del frío polar que escupía el aire acondicionado, por dónde tenía que ir. Habíamos salido de la sala de prensa con algo más de cuatro horas de antelación. En un trayecto de 40 minutos nos sobraron 50 para acceder al estadio, al que llegamos a pie, entre cacheos de soldados que nos tocaban el culo y no miraban la mochila. Divisamos la puerta de entrada, una cola interminable de periodistas, alguno de los cuales dudó si dar a los servidores de la ley el siguiente aviso: «Atención a todas las unidades, autobús cargado de periodistas, extraviado en las inmediaciones de Maracaná». ¡Qué angustia! Pero llegamos, del inmenso atasco a la interminable cola.