Fernando Vilches
Seres privilegiados
El lunes 15 de junio, dediqué mi artículo a mi padre adoptivo, Francisco Martínez López. Ya sabíamos que se moría irremediablemente. Dos semanas después, también en lunes, dejaba de existir al caer la tarde. Ha dejado huérfanas a muchas personas. Su muerte me provoca dos sentimientos encontrados. La pena por su ausencia y la alegría por haberlo conocido y por haber sido sujeto de su inmenso cariño. He recordado estos últimos días, mientras se iba apagando, la oración que rezamos los católicos en la liturgia de la Pascua de Resurrección: «¡Qué hermosa pena, que mereció tal Redentor!». Pues bien, hoy puedo decir ¡qué dulce sufrimiento!, porque lo ha provocado la pérdida de un ser excepcional con el que he tenido el privilegio de compartir cincuenta años de mi vida. Siento una inmensa paz porque se ha muerto rodeado de las mujeres que más quería: sus sobrinas Rosa y María y Ana, la mujer de su sobrino, que se han comportado mejor que hijas. Sus cuñadas Curra y Lola, dos mujeres de una talla humana difícil de igualar. Y la mujer que lo hizo renacer tras su viudedad, cuya presencia constante ha aliviado sus inquietudes. Su vida ha sido muy rica. Sirvió lealmente a UCD y, sin embargo, no recibió la misma lealtad de esta organización política, porque él siempre fue un Señor, pero nunca un «sí, señor». Nunca aparcó sus ideales y su ideología por estos malos tratos y lo que siempre aborreció fue a los bobos solemnes (le dio tiempo a leer el tuit del tal Errejón, y me dijo que éste había superado el listón de todos los conocidos), de los que afirmaba que España era el segundo productor mundial (nunca me dijo el primero). La misa que se celebró en el tanatorio fue un acontecimiento extraordinario: capilla abarrotada de familiares, de amigos y de nosotros, sus alumnos, los hijos que nunca tuvo y que lo llevaremos siempre en nuestro corazón. Descanse en paz un ser irrepetible. Un hombre bueno. Mi «hipadrado», neologismo que él creó para definir nuestra entrañable relación.
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