El desafío independentista
Teoría de la sedición
No son pocas las personas que consideran que el desafío de los nacionalistas catalanes al Estado acabará resolviéndose con alguna cosmética teñida del color del dinero y envuelta en oscuros argumentos economicistas. Y así, para el próximo cuarto de siglo hasta que aquellos, generacionalmente renovados, retornen con alguna nueva andanada. Yo no comulgo con esa rueda de molino; no lo hago porque su formulación choca con todos los hechos conocidos, porque me tomo en serio las pretensiones independentistas y porque no me gusta hablar con suavidad a los nacionalistas.
Vayamos a los hechos. Éstos señalan que, de un tiempo a esta parte, la sedición se ha instalado en la política catalana como la principal orientación de sus gobernantes. El Parlamento regional no discute sobre asuntos de su competencia, sino que conspira para dar forma a eso que llaman desconexión y que no es otra cosa que la creación de un nuevo Estado independiente. Quiere hacerlo con apariencia de legalidad –invocando una soberanía inexistente– y con pretensiones de legitimidad –para lo que se busca un referéndum instaurador–. Y lo hace paso a paso, poco a poco, como si traspasar la línea que separa a Cataluña de la independencia fuera el resultado evolutivo de una dinámica ineludible. Se crean así situaciones de hecho que, en la práctica, funcionan como si la soberanía se ejerciera con naturalidad, pacíficamente y sin posibilidad de retorno.
Este proceso sedicioso tiene, sin embargo, una precondición que no depende de quienes se han embarcado en él. Se trata de la parsimonia con la que el Reino de España asiste a los acontecimientos bajo la ilusoria creencia de que lo que el Derecho niega no puede llegar a tener existencia. Y de ella nace una estrategia legalista que lo fía todo a la actuación de unos tribunales a los que, al parecer, no les gusta hacerse cargo de la patata caliente de la independencia. Lo hemos visto en el caso abierto por el Tribunal Superior de Justicia contra el anterior presidente de la Generalitat y sus adláteres por la consulta del 9-N –un asunto que lleva más de veinte meses de instrucción sin resultados cuando, según las normas procesales vigentes, debiera estar resuelto en un semestre– y lo vemos ahora cuando el Tribunal Constitucional se la coge con papel de fumar antes de ejercer sus novedosas e inéditas potestades sancionatorias. Porque, todo hay que decirlo, más allá de los pleitos de leguleyos, en las instituciones del Estado nadie parece dispuesto a ejercer todos los poderes que le asisten para preservar su unidad. Hablar, por ejemplo, de que sea el Estado el que asuma temporalmente las competencias de la comunidad autónoma es tema tabú, especialmente en la izquierda. Y no digamos invocar la fuerza para restablecer el Derecho. En la teoría de la sedición catalana éste es el punto crucial. Quienes la practican saben que la secesión es, en lo esencial, una cuestión de hecho y que el Derecho, si no se impone, es papel mojado.
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