Francisco Nieva
Todo va bien
Se acerca la fecha del estreno de mi comedia «Salvator Rosa o el artista» en el Teatro María Guerrero. Un gran problema para mí son las invitaciones. Todo el que me conoce y me trata se cree con derecho a asistir de gorra a mis funciones. Es como si yo le dijera a mi dentista: –«Hace años que te conozco y sigo el éxito de tu clínica. No tienes perdón si no me invitas a un buen repaso y saneamiento de mi boca». Opinión general es que en España la cultura se regala. Hubo un tiempo en el que nadie iba a los teatros nacionales porque no era invitado por su bella cara. Una descortesía de la patria. Los había que pedían entradas para sus hijos, sus nueras y su asistenta. Es lo que en el argot teatral se llama «el tifus». Cuando por segunda vez dirigió dicho teatro Luis Escobar, acompañado por sus grandes colaboradores Vitín Cortezo y Humberto Pérez de la Osa, se decía que aquello era «Sodoma y de Gorra».
Parece que los ensayos van muy bien. Casi todos los actores han trabajado ya conmigo –como el eficiente Juan Meseguer, Ángeles Martín, Beatriz Bergamín, Juan Matute, Alfonso Vallejo o Isabel Ayúcar–, y los considero buenísimos. Yo los quiero y ellos me quieren, y me entienden muy acertadamente. Nancho Novo, el protagonista, ya me estrenó «Aquelarre y noche roja de NOSFERATU», con el mismo director que en esta ocasión, mi querido Guillermo Heras. Al finalizar, se fue a filmar «La ardilla roja» de Julio Médem, con la que logró fomentarse una fama de galán cinematográfico. Su creación de NOSFERATU fue memorable. Novo también escribe teatro y es muy de mi cuerda, vanguardista con aspiración a ser un clásico. De hecho, no hay vanguardia que no se lo deba todo al clasicismo antecedente. Declaro que SALVATOR es una clásica comedia de vanguardia. El clasicismo humanista me fascina. Como siempre me fascinó Visconti, con quien estuve a punto de colaborar en una nueva versión de LA TRAVIATA. A él me recomendó Lucia Bosé, que había sido la compañera de su hermano mayor, el verdadero conde. Pero Luchino cayó enfermo y el proyecto se fue al garete. Esperándolo en su despacho de Milán observé que todo estaba impregnado de su talante aristocrático, con grandes ramos de flores frescas que se renovaban cada día. Luchino tenía una personalidad invasiva, contaminante. Era puro egocentrismo. Él y primero él. Era como un astro cuyos satélites ya eran rutilantes estrellas, como la fascinante Claudia Cardinale. Todo giraba en torno suyo. Y, en cierto modo, representa lo que SALVATOR ROSA quiere expresar en su conjunto: el supremo egotismo del Arte. No hay mejor ejemplo que Pablo Picasso. En mi versión de SALVATOR me pongo en solfa a mí mismo. Mi comedia es toda una declaración de principios y, en el fondo, una sátira de los más renombrados artistas. Que son como locos admirables que, a su vez, se idolatran a sí mismos. Y mi SALVATOR no es una excepción, sino un paradigma.
En el cuento fantástico de E.T.A. Hoffmann, «El signor Formica» –pseudónimo romano de Salvator Rosa–, fue una revelación para mí el personaje del enano Pittichinaccio. «¡Vaya! Aquí hay un personaje que merece desarrollarse en provecho mío». Y así pues, este es el toque más surrealista de la obra en cuestión. Pues se trata de un personaje que intenta seducir y comprometer sentimentalmente a todo aquel que quiera llevarlo en brazos, para que no le falten nunca los medios de transporte. Como el que trata de conquistarse un coche deportivo que funciona con sangre en las venas. Y aquí me detengo, pues no deben contarse los argumentos.
El verdadero Salvator Rosa no estuvo en Nápoles durante la revolución de 1640, sino en Roma, combatiendo al Arquitecto Borromini, desacreditando su influencia en el mundillo artístico. El personaje se convirtió en un mito romántico por sus extravagancias y su desafiante comportamiento. Espero con ilusión que todo esto le divierta al público, si he tenido acierto o, si por el contrario, nadie me pide que invite a su asistenta.
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