César Vidal
Treinta y ocho años
Todos los años, ya metidos en el verano y antes de la salida de vacaciones, los antiguos compañeros del colegio nos reunimos para celebrar una cena. Comenzamos en 1975, el año en que concluimos el Bachillerato, y hemos llegado hasta el día de hoy. Muchos de ellos se dedican a recordar lo que fueron aquellos tiempos inverosímiles desde tantos puntos de vista. Yo, sin embargo, prefiero observar cómo la vida ha ido pasando sobre unos chavales que, en su mayoría, se convirtieron en los primeros universitarios de su familia y que conocieron una época, ya desaparecida, en la que la educación era la única vía para que gente de extracción humilde pudiera ascender en la escala social. En 1975, todos soñábamos con la universidad y con un futuro difuso, pero inconcretamente feliz. Algunos incluso tenían novia y se casaron no mucho después. Treinta y ocho años después, el país está –guste o no reconocerlo– hundido. Los funcionarios –un porcentaje elevado– lamentan que su paga extra haya salido de la hucha de las pensiones y no ocultan su repugnancia ante la manera en que los políticos han corrompido la función pública escuchando más a amiguetes y asesores que a los que verdaderamente saben. Los dedicados a la enseñanza casi lloran las décadas perdidas, de tal manera que hoy un programa como «Cesta y puntos» resultaría imposible porque no existe centro educativo que cuente con ese nivel de conocimientos. El notario lamenta que lleva sin cobrar cuatro meses, que sus hijos tienen que buscar trabajo en el extranjero –gracias a Dios estudiaron alemán– y anuncia que va a cerrar. El arquitecto no ha aparecido este año, pero tal y como va el ramo de la construcción en España, ¿quién puede asegurar que no ha emigrado? No pocos de ellos han pasado por el paro. Otros carecen de la seguridad de que conservarán su empleo. La inmensa mayoría profiere comentarios sobre Montoro que no podrían reproducirse ni siquiera en una revista porno. No son muchos menos los que consideran el sistema liquidado y, para colmo, sin remedio. Son muy pocos los que tienen una empresa propia, pero los que se encuentran en esa situación no son los menos beligerantes y alguno ha decidido que, a medio plazo, se lleva el negocio al extranjero. No, no son muchos. Una veintena. Posiblemente, resultan demasiado escasos como para convertirse en una muestra estadística. Son, sin embargo, ejemplos indudables del destino de toda una generación mayoritariamente harta de los que la gobiernan.
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