César Vidal
Última tarde con Peres
A este lado del Atlántico me llega la noticia del fallecimiento de Shimon Peres y no he podido evitar el recuerdo de la última tarde que pasé con él. Fue poco antes de convertirme en un trasterrado. Nos habían invitado a tres, quizá cuatro, personas para reunirnos con Peres de paso por España. Llegó tarde lo que no nos sorprendió, porque su agenda era de pesadilla y entonces, sin guión previo, comenzó a hablar. En contra de lo que había esperado alguno de los presentes, Peres no parecía mostrar especial interés en Oriente Medio, Gaza o incluso Israel. Volaba en otra onda. Por ejemplo, seguía confesándose socialista, pero reconocía, humilde y realista, que el socialismo no podía ser como antaño. No tenía sentido ver como enemigos a los capitalistas cuando, según sus palabras, sería maravilloso que no hubiera uno, sino muchos Bill Gates que provocaran el avance de la tecnología y crearan miles de puestos de trabajo. Manifestó su desconfianza hacia la voz de las armas recordando que gente como Gandhi habían logrado avances espectaculares sin disparar un tiro y basándose fundamentalmente en su influencia moral. Y, en paralelo, desplegó una esperanza inmensa en la posibilidad de progreso de la humanidad, una posibilidad que contemplaba, según propia confesión, de manera innegable al observar, por ejemplo, cómo algún nieto se asomaba a otros mundos gracias a internet. Abrumado por aquel raudal de optimismo, me dirigí a él recordando en hebreo una cita del profeta Amós y manifestando cierto escepticismo. Por supuesto, no lo moví un milímetro de sus posiciones. Agradeció que hubiera citado la Biblia, pero insistió en que había contemplado tantos cambios positivos a lo largo de su existencia que sólo le quedaba pensar en que los mayores males acaban concluyendo y que las potencialidades positivas son inmensas. Abandonamos aquella reunión sorprendidos por su perspectiva y convencidos de que circulaba ya por otros caminos. Ahora ha emprendido el que conduce a la primera y última realidad y rememorando aquellas horas no puedo sino reconocer que estaba más cargado de razón de lo que, habitualmente, andan los que comentan las noticias cotidianas y aquellos que pretenden gestionar o ya dirigen los destinos de las naciones. Al final, el problema quizá no resida en las ideologías que pueden evolucionar en la buena dirección si observan con honradez la realidad. El drama está en aquellos a los que el sectarismo ciega para amputarlos del más elemental sentido común.
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