Alfonso Ussía

Un cura

La Razón
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Era un cura. El eterno párroco de Ruiloba. Don José Antonio Zúñiga, don Antonio. Cargaba a sus anchas espaldas los oficios religiosos y la atención de su gente en ocho barrios y una pedanía de Comillas. Barrios de La Iglesia, de Ruilobuca, Pando, Concha, Casasola, Liérganes, Sierra, Trasierra y la pedanía comillana de Ruiseñada. Bautizó, sacramentó, casó, y enterró a tres generaciones de tolanos. Voz de cura macho, imponente figura, humildad y bondad infinitas. Enamorado de la Virgen del Remedio, que se venera en la cuerda más alta de Ruiloba, junto a la mar por el norte y los valles hacia el sur. Melómano empedernido y culto. La Misa de Nuestra Señora el 15 de agosto reunía en su parroquia a miles de fieles, que llegaban a Ruiloba de todas partes. La habanera a la Estrella de los Mares. La posterior procesión por la plaza mientras los picayos bailan y las mujeres cantan con su voz antigua al ritmo de las panderetas. San Roque en Pando, en la ermita que reconstruyó. Como la preciosa iglesia de Ruiseñada, también remozada gracias a Antonio Hornedo, que convenció a un importante empresario y político para iluminarla. Don Antonio consiguió ser ayudado en la Misa por más monaguillos que los que atienden a Su Santidad. Los formaba desde niños, los regañaba y todos ellos le consideraban como un segundo padre. Se ocupaba de las monjas carmelitas enclaustradas en el Carmelo de Pando. Cuando empezó a fallarle la vista, uno de los monaguillos abría el misal sobre su cabeza a modo de atril. Detenía su voz durante el oficio religioso cuando oía el llanto de un niño. Detenía su voz al tiempo que miraba con fijeza a la madre del niño que interrumpía la solemnidad, y ésta abandonaba el templo y calmaba a su hijo en las puertas de la parroquia tolana. Su figura paseando por todos los barrios era parte del paisaje de Ruiloba. Visitaba a sus gentes, se preocupaba de los enfermos, ayudaba a los necesitados, y entregaba a los demás los escasos, casi migajas materiales que poseía. Hablaba de Dios y de la Virgen con la fe del carretero «que es la buena», concluía. Asistía a todos los ensayos del magnífico coro que formó con voces de Ruiloba y la inmediata Comillas. Siendo párroco de la Villa de los Arzobispos, fue castigado por el Obispado de Santander por defender al débil ante el fuerte, al humilde que se rebeló contra el poderoso. Leía los periódicos cada vez con mayor esfuerzo. Se operó sin suerte de la vista. Un invierno, aquella voz tronante y barítona, perdió fuerza durante la celebración de la Misa y su cabeza se llenó de nubes. Sus sobrinos ejemplares lo cuidaron en Torrelavega, la Torre de la Vega, donde las raíces del Fénix de los Ingenios. Era un montañés rotundo que lamentaba que hubieran nacido en Madrid los tres montañeses que doraron nuestra palabra. Le divertía que en Vejorís, en el valle de Toranzo, ya en sus tiempos del Siglo de Oro, la casa de los Quevedo fuera ruina sin techumbre. Lo escribió el jodido estevado:

«Es mi casa solariega/más solariega que otras,/que por no tener tejado/ le da el sol a todas horas». Y de allí, de las riberas del Besaya, partió hacia Madrid con un hijo en sus entrañas la madre de Pedrito Calderón de la Barca, de don Pedro, ni más ni menos. Conocía todos los árboles, plantas silvestres, arbustos y flores de Cantabria. Don Antonio no decía Misa, la padecía en todo su significado. De ahí su obsesión de emocionarla con la compañía de la música, que salía de un aparato que había instalado en el norte de su altar. Se detenía a hablar con todos sus vecinos, con los veraneantes de siempre y con los recién llegados. Era simplemente un cura, un sacerdote, pero no cabía en su corpachón más bondad y capacidad de entrega a los demás.

Era tan inteligente y educado que no hablaba en las homilías. Las escribía previamente y leía después del Evangelio. «Es la única manera de superar la vanidad del orador y no excederse en el tiempo. No se puede cansar a los que vienen a la Casa del Señor». Si ha existido un hombre que haya sido raíz, planta y árbol frondoso de su tierra, ése ha sido don Antonio. Hablaba como un hombre de la calle, y explicaba los misterios de la fe y la religión con la sencillez de lo que era, un pastor. Dedicó su vida a Dios y los demás. Y se emocionaba cuando traía y llevaba, todos los veranos, a su Virgen de los Remedios de su santuario a la parroquia del Barrio de la Iglesia. La Virgen ocupó en su vida el amor de su madre, que falleció cuando lo trajo a este mundo.

Feliz camino, don Antonio. Feliz encuentro. En la senda hacia arriba le soplarán los vientos a su espalda. Sus ojos habrán recuperado la luz. Su voz, la fuerza. Sus brazos se fundirán en los brazos de quien le dio la vida, y los valles de Ruiloba dibujarán siempre su figura de cura humilde y de sotana zurcida paseando por los caminos que en tantas ocasiones compartimos. Su sereno atardecer ya ha terminado. Disfrute en lo más alto.