Luis Alejandre
Un jueves diferente
Junto con el Corpus y la Ascensión, forma uno de los tres jueves que «brillan más que el sol» en el decir popular. Además, marca el cambio de tendencia de la semana conmemorativa de la pasión de Cristo. A partir de este día, tras la Cena, vendrá la delación, la traición, el lavado de manos, la condena y la muerte. Todo condensado lo conmemoramos en medio de un fervor popular que no han podido borrar repetidos intentos marxistas o relativistas. Pero al final de los días santos se llegará a la Gloria, a la Resurrección. Pasamos, en unos días, de la muerte a la vida .
¡Cuántas vivencias llenan el recuerdo de las semanas santas de nuestras vidas! ¡Cuántos cambios en nuestras costumbres! No obstante, se mantienen unas raíces populares que no han variado, dada la profundidad del mensaje que sostienen. Desde la atalaya de mis años, da igual que lo conmemore entre el modesto silencio de los cofrades de mi Mahón o que recuerde el brillante cortejo de los Legionarios del Cristo de la Buena Muerte en Málaga. Pasaban el mismo mensaje unas misioneros italianas que cuidaban huérfanos y discapacitados a consecuencia de la guerra, en una montaña donde se veneraba –se venera– a la Virgen de Medjugorje, a quienes se agregaba en cuanto podía un buen «pater» Alomar de una agrupación de tropas paracaidistas, empeñada en consolidar, no sin esfuerzo y sacrificio, la paz en Bosnia Herzegovina. El mismo mensaje que me transmitieron con indescriptible emoción unas mujeres miskitas de cultura cristiana morava, cuando un Sábado de Gloria –nuestro actual Domingo de Pascua– en Mocorón, un pueblo alejado y entrañable del norte de Honduras, cantaban en distinta lengua pero con el mismo tono y la misma alegría el «deixem lo dol» –dejemos el duelo– como el que cantan gozosas las gentes de los pueblos de Menorca.
Éste es el mensaje que cierra la Semana Santa: el de la esperanza, el de la nueva vida que llega con la primavera. El que sobrepone la vida sobre la muerte.
Y este año, vivimos un Jueves Santo diferente debido al testimonio extraordinario de dos personas, dos papas. Uno –Benedicto XVI– por haber tenido la valentía y el coraje de reconocer que ya no podía transmitir esperanza a un mundo convulso, quebrado por el abandono de valores. Otro –Francisco– llegado de lejos, no previsto por curias ni cancillerías, hijo de la emigración y de una sociedad convulsa como la argentina, hija de populismos, dictaduras y frentes populares, pero capaz de transmitir un mensaje nuevo de esperanza: «No os la dejéis robar», ha repetido insistentemente a los jóvenes.
Dos papas que unidos se abrazan, rezan juntos, ceden protocolos. Ejemplo de fraternidad. No necesitarán hablar a la muchedumbre desde los balcones de Castel Gandolfo. Bastará una imagen, verlos arrodillados juntos, sin protocolos, en una modesta capilla muy alejada del esplendor de la Sixtina. Imágenes que irradian respeto, modestia, responsabilidad.
El Papa Francisco ha querido decirnos desde el primer día –superado aquel emocionado y lógico pasmo al ver a la muchedumbre en la plaza del Vaticano– «no creáis que yo no he pasado penurias familiares»;»no creáis que yo no sé de lo que es capaz el ser humano, sea montonero o sea de una Escuela de Máquinas». Y ha sabido conservar una sonrisa cuando la presidenta de su país le ha pedido mediación para recuperar las Malvinas. ¡Pero si ya vivió una breve y dramática ocupación! ¡Pero si su poder es sólo moral! Señora: sé que las Malvinas bien valen una misa, pero esto es Roma, no Nueva York, la sede del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
En medio de esta Semana Santa, en medio de un tiempo en el que parece que nada es justo ni certero, en el que hemos perdido la fe en las instituciones, en la que sospechamos –pienso que erróneamente– que todos los políticos y servidores públicos han prostituido su vocación de servicio a la sociedad, en la que no llegamos a distinguir si hay un Judas entre doce o entre dos o tres, aparece un Papa con los zapatos cansados, que obvia elementales normas de seguridad y arriesga su propia integridad. Porque sabe que hay fanáticos, que hay locos, que hay asesinos a sueldo, que hay traidores.
Como lo sabía Cristo, también con sandalias de pescador cansadas y que sabía que no podía fiarse de la escolta de un Pedro más cercana a la momentánea deserción que al encadenamiento con la suerte de su Maestro. El canto de un gallo le llevaría al más doloroso de los remordimientos: el causado por el abandono a un amigo. De la muerte a la vida en Semana Santa. De la desazón a la esperanza, el mensaje del Papa, Francisco. ¡Con buen viento navega la barca de Pedro!
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