José Jiménez Lozano
Un seductor de masas
Hay, en la oración fúnebre de Bossuet, con ocasión de la muerte de la reina Enriqueta de Francia, esposa de Carlos I de Inglaterra, un retrato de Cronwell y su revolución, en pocas y esenciales palabras, en él queda todo dicho acerca de la urdimbre de lo que es un seductor de masas, ayer, hoy, y siempre. Bossuet ni nombra, como es comprensible, a Cromwell, por el hecho de que a esa oración fúnebre asistía Enriqueta Ana Stuart, hija de Enriqueta y Carlos I, su padre, a quien Cromwell había dado muerte, a la vez que infligido mucho dolor a su madre y aquella misma que le escuchaba ella misma. Y dice Bossuet: «Se encontró a un hombre de una profundidad de espíritu increíble, un hipócrita refinado, tanto como un hábil político, capaz de comprender todo y de ocultar todo, igualmente activo en la paz y en la guerra, que no dejaba nada al azar y podía arrebatárselo por cálculo y por previsión; pero, en lo demás, tan vigilante y dispuesto a todo que no faltó en las ocasiones que se le presentaron; uno de esos espíritus, en fin, soliviantados y audaces que parecen nacidos para cambiar el mundo... Se le concedió engañar a los pueblos y prevalecer contra los reyes. Porque, como se percató de que, en medio de aquella mezcla infinita de sectas que no tenían ninguna regla cierta, y el placer de dogmatizar, sin ser asumido ni rechazado por ninguna autoridad eclesiástica o secular, era el atractivo que poseían los espíritus; supo unirlos en él y construyó un espantoso cuerpo de este ensamblaje monstruoso. Y, una vez que se encuentra el medio de captarse a la multitud por el señuelo de la libertad, ésta sigue ciegamente con tal de que solamente oiga ese nombre. Y ocupados con este primer asunto que les había encandilado se ponen siempre en camino sin reparar que van a la servidumbre; y su sutil conductor que combatiendo, dogmatizando, mezclando mil personajes diversos, haciendo el doctor y el profeta, al igual que el soldado y el capitán, ve que de tal manera ha seducido al mundo que es mirado por todo el ejército como un jefe enviado por Dios para la protección de la independencia comienza a darse cuenta de que todavía puede llevar a las gentes más allá».
Sólo habría que hacer un mínimo matiz a esta descripción, y éste es, lógicamente, que las apelaciones religiosas quedan hoy sustituidas por la ideología política que funciona como «redención, salvación» y «liberación» definitivas, mañana mismo.
Pero estos hombres políticos –quizás solamente los de la antigüedad, porque hoy nos parecen, en general, encargados por cuenta ajena– son un verdadero misterio; y, pongamos por caso, el cardenal Mazzarino que incluso escribió un tratado político, que es un pariente en realidad de «El príncipe» de Maquiavelo, pero resulta que luego, en su propia práctica política y como decía su hermano, el cardenal de Sicilia, y cuenta Racine, ofrecía una gran debilidad que era el tener miedo al ruido y al escándalo y, si se le amenazaba con ello, cedía.
Maquiavelo se hubiera reído, ciertamente, y no le hubiera considerado un Príncipe, sino un poderoso sin más. Y los poderosos han abundado y abusado siempre de su poder, pero tiemblan fácilmente ante los ruidos producidos por los que se llaman escándalos o situaciones que, al ponerles ante la vista del resto de las gentes, hacen peligrar su poder o autoridad postiza o prestigio. Esto es, aquello por lo que son reconocidos y temidos como autoridad.
Un tribunal europeo ha anulado una decisión administrativa española, que había separado de su madre a una niña por ser aquélla pobre.
¿Ya somos capaces de dudar del cuidado a su hijo de una madre pobre, y de creer que el Estado puede suplirlo? Y no debería ser posible una tal situación de pobreza, pero menos esa intención estatal de hacer de madre, o estamos ya en medio del horror totalitario, o progresando mucho en su camino.
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