José Luis Requero
Una reforma acertada
Con la que está cayendo en la vida nacional no creo que forme parte de las inquietudes colectivas que esté en marcha el proceso de formación del próximo Consejo General del Poder Judicial. Interesará a los jueces –y no a todos– y si tiene alguna relevancia es que se hace conforme a una reforma con la que el actual partido en el Gobierno, ya definitivamente, ha incumplido una de sus eternas promesas electorales.
Pero no quiero ahora hablar sobre quién debe elegir a los miembros del Consejo, si los jueces o los partidos. Desde 1985 defiendo que deben ser los jueces y lo sigo pensando, pero, por razones que no son del caso, últimamente me muevo entre el nihílismo y el escepticismo; otros cambian de discurso: los que siempre defendieron que eso era lo genuinamente constitucional acaban de incumplir su promesa, y los que sostenían que la elección parlamentaria era lo procedente, porque lo contario sería corporativismo, ahora sostienen que eso politizará la Justicia.
Lo que ahora me interesa es el resto de la reforma. Como se sabe –y a los que no lo sepan, les informo– el nuevo Consejo será un órgano más reducido: de los veinte vocales sólo cinco tendrán dedicación exclusiva; además, contará con un cuerpo de letrados profesionales, cabe la renovación parcial, se crea la figura del promotor de la acción disciplinaria, se prevé que la acción exterior se coordine con la del Gobierno y se reduce el número de comisiones. En el camino legislativo se han caído algunas previsiones que eran muy censurables como, por ejemplo, reducir el ámbito de su potestad reglamentaria.
Las críticas a ese nuevo diseño del Consejo no se han hecho esperar. Se ha dicho que la reforma inutiliza al Consejo, que no podrá cumplir con su cometido de defensa de la independencia judicial o –nada más y nada menos– que es el mayor ataque perpetrado contra la independencia judicial. Lamento discrepar de estas criticas. O desconocen lo que es el Consejo por dentro o son el lamento de verse privado de un modelo que ofrecía todos los ingredientes para disfrutar de cinco años sabáticos. Y que sea el mayor ataque a la independencia judicial...¿Acaso no viene de 1985 la elección parlamentaria?
Muchos de los que, como yo, hemos conocido el Consejo por dentro pensábamos que sus competencias podrían asumirlas no más de cinco vocales; he visto crear comisiones para que no pocos vocales tuviesen un huertecillo que cultivar o confundir funciones con terapia ocupacional; he visto cómo en otros ámbitos hay buenos gestores –ahí están los técnicos de la Administración Civil– que no se aprovechaban para el Consejo; veo lógico que su acción exterior vaya al alimón con la del Gobierno, pues éste, por mandato constitucional, dirige la política exterior y, en fin, quien haya tenido la dicha de ser instructor de un expediente disciplinario bien sabe en su fuero interno que le habría gustado que semejante cáliz pasase de él.
Este empeño racionalizador debería haberse extendido a más ámbitos, por ejemplo, la Escuela Judicial, unas de las joyas de la corona del Consejo. Bien podría haberse abandonado el modelo de claustro permanente y con dedicación exclusiva para ir a un sistema de profesores temporales –no más de dos semanas– y evitar que la escuela se acabe convirtiendo en un fin en sí mismo. Y no desciendo a detalles porque ni hay espacio ni el verano es tiempo oportuno para tales torturas.
Aplaudo esta reforma pero me gustaría que se extendiese. Este afán simplificador, economizador, ¿por qué no se lleva, por ejemplo, al Parlamento? Si para ahorrar sólo estarán a sueldo cinco de los veinte vocales del Consejo, ¿está justificado que tengan sueldo los 616 diputados y senadores?, ¿tienen todos dedicación exclusiva?; previsiones constitucionales al margen, ¿aportan algo, por ejemplo, el Senado o el Consejo de Estado?, ¿es consustancial a éste último pagar un retiro dorado y vitalicio a unos privilegiados?, ¿por qué no atribuir sus funciones a la Abogacía del Estado? Y esto sin hablar del inagotable catálogo de puestos del mapa institucional de autonomías o municipios. La diferencia es que, quizás, son puestos reservados a la clase política y con sus cosas de comer no se reforma.
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