Política

Vida y muerte de tres imposturas

La Razón
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Hay una fúnebre sinfonía de fechas de la que resulta un canto a la impostura. En 1822, hace 195 años, murió Francisco Mayoral y ahora lo ha hecho Miguel Blesa. El primero ha pasado a la historia como un maestro del engaño, el segundo lo hará como símbolo de la gran estafa. Apresado en la guerra de la Independencia, Mayoral, un alguacil raso alistado al ejército patriota, aprendió camino de la cárcel francesa las ventajas de pasar por clérigo: de recluta pasó a monje y de monje –pues no se andaba con menudencias–, al mismísimo cardenal Luis María de Borbón, primo de Fernando VII. En aquellos tiempos sin televisión ni Internet las mentiras tenían las patas más largas y la farsa permitió a Mayoral vivir como un rey en el palacio de Isella Amabili. Así pasó los mejores cuatro años de su vida. Su último órdago consistió en escribirle una carta a la emperatriz María Luisa, archiduquesa de Austria y esposa de Napoleón, instante en que fue descubierto y de Francia fue mandado a España, donde penó entre destierros, en Ceuta y Tenerife, repetidas huidas y sendos regresos a las andadas. Un libro publicado por la editorial Renacimiento relata las andanzas de Mayoral, uno de los mayores impostores conocidos, cuyas industrias tuvieron como escenarios las tierras de Cádiz y Jaén. Jiennense de Linares, también farsante, fue Blesa. Su ficción fue la del engaño de los montepíos y la de una vida al borde la realidad, pese a los «mass media». Muerto se quedó en la calle, con un puñal en el pecho y no lo conocía «naide», cantó Camarón, quien cometió la impostura de no morirse nunca. Los otros, a su modo, tampoco lo han hecho.