Carlos Rodríguez Braun
«Vive la différence!»
La desigualdad es el nombre que los estatistas de todos los partidos dan a su combustible más poderoso pero menos confesable: la envidia. Aclaremos de entrada que la preocupación obsesiva por la desigualdad es algo que no afecta al pueblo sino sólo a los poderosos, los que mandan, los políticos, los burócratas, los intelectuales y los artistas, y todos los que quieren arreglar el mundo recortando los derechos y libertades de la gente para igualarla.
En cambio, de manera clamorosamente contradictoria, las personas corrientes no rechazan la desigualdad, porque no quieren ser iguales, sino mejores. Y no fundamentalmente mejores que el prójimo, que también, sino mejores que ellas mismas: lo que desean en realidad es, como intuyó sabiamente Adam Smith, «mejorar su propia condición».
El que en un mundo democrático se insista desde el poder en «luchar contra las desigualdades», cuando los ciudadanos luchan y se esfuerzan por lo contrario, es una de esas asimetrías notables con que nos obsequia la política moderna. Algo similar sucede con los impuestos: la inmensa mayoría de la población reclama siempre pagar menos y, sin embargo, en democracia, termina pagando cada vez más.
La prédica políticamente correcta contra la desigualdad debe, por un lado, como dijimos antes, ocultar la envidia (cf. «Social State and Anti-Social Envy» aquí: http://goo.gl/UJCyQ) y, por otro lado, presentarse con un ropaje analítico más sólido que el viejo y absurdo «dogma Montaigne», según el cual la pobreza de unos es producida por la riqueza de otros (véase una interesante conferencia de Enrique Ghersi aquí: http://ow.ly/rYJxG), como si el enriquecimiento de Bill Gates o de Amancio Ortega la hubiese empobrecido a usted, señora.
La solución que ha encontrado el pensamiento convencional es fingir que acepta el mercado para producir, pero a continuación insiste en que después hay que redistribuir, la antigua falacia de J.S.Mill, clave de los socialdemócratas de izquierdas y de derechas, supuestamente moderados.
Para promover esa filfa intelectual hay que esgrimir dos consignas que también tienen la consistencia de los flanes. Una es que la redistribución contribuye a la paz y, como proclaman sus pesados popes, «reconcilia el capitalismo con la igualdad y la democracia». Esto no tiene sentido, porque lo que conspira contra la igualdad y lo que recorta el derecho de los ciudadanos a elegir su destino es el socialismo, no el capitalismo.
La segunda consigna, supuestamente técnica, es que la desigualdad mata la recuperación, porque reduce el consumo (añaden, con aires de saber, «salvo el del lujo») y promueve el interés de los acreedores. Parece como si los acreedores careciesen de derechos, o como si fuese bueno violarlos, o saludable diluir las responsabilidades mediante la mutualización de las deudas y otros subterfugios. No faltan los que aseguran que la historia prueba que con más consumo se crece más, como si no hubiésemos consumido a tope en 2007.
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