José Luis Alvite

Watertown

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Derroche de eficacia policial y trabajo sin fisuras. Esa ha sido la respuesta norteamericana tras las explosiones en Boston. Nada nuevo en un país en el que los edificios se reconstruyen casi mientras aún se están derrumbando, nunca falta viento en las banderas e incluso el romanticismo se considera a veces una ciencia. Lo ocurrido después del atentado es también una muestra de solidaridad, un ejemplo de serena rabia popular que nos ha recordado lo ocurrido en el 11-S, en aquel instante de pánico contenido en el que los neoyorquinos encendieron velas a sus muertos cuando con el estupor aún no ladraban los perros y no habían llegado al suelo todas las cenizas. La impresión que produjeron entonces, y la que causan ahora, es la de que los norteamericanos constituyen una sociedad agresiva y cambiante, áspera y competitiva, en la que, sin embargo, siempre saben en qué lugar han perdido la cabeza y no cometen el error de olvidar en el mismo lugar el sentido. Tiene uno a veces la impresión de que los estadounidenses son un pueblo con un sentimiento de unidad frente al dolor del terrorismo que, por resultar tan rotundo y tan automático, podría parecer incluso una actitud profesional, si es que no se trata de un instinto. Los políticos se hacen a un lado y dejan que hagan su trabajo el FBI y los agentes de Policía, es decir, los expertos, esos tipos reservados y concienzudos cuyos perros de rastreo tienen los ojos pixelados por la luz cuántica y fría del ordenador. El presidente Obama le habló al país desde una catedral en Boston. Frases cortas y pausa enfática. Furia contenida en la ósmosis de un rostro que en ningún momento descompuso el gesto. Y en Watertown, cientos de agentes de la Ley siguiendo el rastro del terrorista, un tipo que acaso ignoraba que en aquel país sólo puede echar humo impunemente el pavo que se le quema en el horno a Doris Day.