Pedro Narváez
Y siempre recibe Montoro
Una tragedia sin Shakespeare es como una revista de tías jamonas sin Juanito Navarro. El bardo ingles nos adelantó todos los guiones de Hollywood y, visto lo visto, hasta las entrevistas por televisión, de las que ya se extraen informes freudianos como si fuesen un capítulo de la serie «En terapia» o se buscan comparaciones, como la del episodio de la guerra de las galaxias en el que Darth Vader confiesa que es el padre de Luke Skywalker. Aznar no parece un ventrílocuo y discursea por sí mismo y Rajoy habla poco pero lo que dice no es una historia de «playback»: no pronuncia lo que le dicen al oído sino lo que piensa. En el reparto de las antiguas compañías, los actores van cambiando los papeles como en «El viaje a ninguna parte» de Fernán Gómez, cuando los cómicos se marchaban de los pueblos con las maletas de cartón y los calcetines remendados porque había llegado el cine. Ley de vida. Pasado el tiempo toda tragedia se convierte en comedia, que es lo que va de «Aeropuerto» a la hilarante «Aterriza como puedas». Ningún trauma histórico se ha superado sin un chiste. Y ahí aparece el personaje que acaba llevándose todos los palos y que el público adora aunque le desee toda suerte de desdichas para alimentar la risa que rebaje su tensión y el inevitable miedo al desenlace, que siempre es la muerte. Y he aquí a Montoro, el hombre que siempre recibe y sigue riéndose a pesar de recorrer las noches de Cabiria. En la entrevista de Aznar más que los amplificados mensajes a Rajoy destacaría el papel del titular de Hacienda, el hombre que sabía demasiado y que siempre, estés donde estés, acaba en el centro de la diana. Quizá sea peligroso que un ministro provoque ternura, pero tanto como el efecto catártico de la risa está el de la compasión que nos hace creer que somos buenos. Vamos pues a tomarnos en serio a los que tienen el deber de que recuperemos la sonrisa. En un bar se decía que si pusiéramos un impuesto al que cuestione a Montoro se acabaría la crisis. Es una idea.
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